Agua dura, de Sergi Bellver
El paisaje. Que nos abarca y a la vez nos elimina. Nos aprieta con sus montañas y nos empequeñece con sus desiertos. Y las personas. Las que viajamos por sus carreteras, por los silencios que dejan las sombras de un cuadro perfecto, de una fotografía que hacía tiempo no veíamos, que guardábamos en el cajón de los recuerdos como si jugáramos al escondite. Pero somos mayores para ello. Para esconder(nos), para cerrar la caja y tirar la llave, para caminar sin narrarnos a nosotros mismos. Ese el poder de Agua dura o, al menos, el poder que yo le veo. El de la radiografía, el del poder de las palabras cuando son más fuertes que un cuchillo que ahonda en la carne, el de la irónica risa que sobrevive en nuestros labios, el de amasar los párrafos y construir relatos, los fuertes relatos que aquí acontecen, que se cuelan por los poros de la piel y no se mueren, no desaparecen, no caen en un olvido cercano a la amnesia. Son ellos, los cuentos, los relatos que anidan en esta edición, los que nos desgarran, los que acaban haciéndonos exhalar el suspiro de alivio, al ver un final, al ver que toda la intensidad, que todo el dolor, que todo aquello que se dice – y que no se dice y se imagina – ha terminado. Pero en realidad no lo ha hecho. Porque perduran, se quedan ahí, agazapados, esperando un instante de sombra entre la luz que inunda la habitación, o las aceras, o el trabajo que nos llena las horas pero no la ilusión. Son ellos, y el autor, siempre el autor, el que nos dispara los dardos que, envenenados o no – eso corre de vuestra cuenta -, llegarán al torrente sanguíneo, lo convertirán en otra cosa, ya no en sangre ni en líquido vital. Porque hay un antes, un durante y un después. Hay tres vidas que, bien dirigidas, nos harán disfrutar de estos relatos que, al igual que si fuéramos niños de nuevo, nos traen fantasmas y los encadenan a nuestro cuerpo.
Doce relatos que son doce vidas diferentes. Doce narraciones que, como la mitad de un día, amanecen con nosotros y nos persiguen, después, en el sueño nocturno donde nuestra imaginación será la protagonista y nuestra voluntad se verá mermada. Doce, en realidad, regalos.
Me pregunto, siempre, cuánto del autor hay en su escritura. Me lo pregunto por curiosidad, por ese ánimo cotilla que me viene de vez en cuando y que me hace dirigir mis esfuerzos a querer entender de dónde vienen las palabras que acabo de leer. Con Sergi Bellver me sucedió, lo de pensar en lo que habrá del autor digo, sobre todo en su último relato, Islandia, mientras un metro traqueteaba y me llevaba a casa, en una especie de viaje como el del protagonista que tiene unas cartas que no ha leído nunca. Pero eso no es lo importante. Sólo es un mero mensaje que me apetecía transmitir. Porque de lo que os hablo, quizás con demasiada vehemencia, es de esas casualidades que te llevan a tener un libro entre las manos. Un libro que, además, se convierte en una especie de retrato dibujado con minuciosidad al ser humano. Paseaba por una librería, yo, que en cada uno de mis viajes a otra ciudad visito sus templos, y me topé con Agua dura. Sin saber por qué lo cogí y algo me impidió soltarlo. Quizás fuera el nombre del autor, al que ya había leído en alguna ocasión por las redes. Puede que por ese nombre, Agua dura, que encierra tanto en tan pocas palabras. Puede que simplemente fuera esa imagen que nos refleja. En cualquier caso, lo cogí, y lo leí. Y así sucede, tan simple como eso. Tiempo después, con estos relatos dando vueltas en mi cabeza todo el rato, encadeno palabras que se convierten en una reseña, puede que no al uso, puede que incluso demasiado emocional para un campo que se presupone de crítica de letrado, pero en cualquier caso, una reseña de lo grande que es encontrarse con joyas como esta que, tras largos y duros viajes, te reconcilia con la literatura y te hace creer que hay algo más, siempre, ahí donde no te habías planteado encontrar nada en absoluto.
Sergi Bellver escribe lento, lo hace pausado, con esa calma que quizá no se tiene, pero que impregna todas las palabras. Agua dura no se lee rápido, no se saborea como si tuviéramos un cronómetro a nuestra espalda. Se disfruta despacio, con cada palabra, con la sangre hirviendo dentro, o con el frío que quiebra en la piel. Se repasa con la contradicción de haber leído algo violento, pero a lo que no puedes dejar de mirar. Y también se vive, se existe a través de ellos, con una mezcla de sonrisa y humor, en una mezcla perfecta de dulzura dentro del acero, del metal que nos romperá por dentro. Hay vidas que hay que vivirlas. De la misma forma que hay libros que hay que leerlos. Es así, yo no puedo decir mucho más. Requiero mi tiempo. Para pensar, para examinar que lo leído es lo cierto, que lo narrado es lo verdadero, o quizás lo falso, pero en cualquier caso perfectamente construido. Es la pasión o la debacle más absoluta. De todas formas, es caer en doce mundos que, todos y cada uno, merece ser leído.