Como sucede con las personas, los libros, los buenos títulos, irrumpen en tu vida y, de algún modo imprevisible, lo alteran todo. Al menos, si hay suerte, su lectura te engancha desde adentro. Como si, de algún modo impreciso, aquellas palabras ajenas pasaran a formar parte de ti y del discurso que te cuentas a menudo para existir. Es posible, de hecho, que ya hubieran estado ahí mucho tiempo antes. Quizás porque como escribe Gonzalo Torné en Años felices, “la historia nunca pertenece a uno solo, ni si quiera al narrador”.
Cuando leí Hilos de sangre, su primera novela, en el verano de 2011, supe inmediatamente que sería una de esas lecturas. O quizás no tanto. No lo recuerdo así en su conjunto, pero sí por momentos, pasajes narrativos que golpearon donde tenían que golpear con un delicioso gancho de literatura. En este sentido su última novela, la tercera después de Divorcio en el aire, más que una sorpresa parece una constatación. De hecho, y ya en lo personal, la he disfrutado algo más que aquella primera, probablemente porque ni yo misma sea la de entonces.
En cualquier caso, y ya en estos Años felices, Gonzalo Torné se aleja de su Barcelona natal para aterrizar en Nueva York, la ciudad donde cualquier cosa es posible, y trazar una historia de amistad, deslealtad y juventud sobre cuatro amigos, Jean, Claire, Harry y Kevin, y un extraño, un “príncipe” misterioso, Alfred Montsalvatges, hermano del protagonista de Hilos de sangre, que llega desde Barcelona para cumplir su sueño de ser escritor, huyendo de la España de los años 60 y sus convulsiones políticas.
A lo largo de sus páginas, el relato avanza por las luces y sombras de sus personajes, jugando con el tiempo y su estructura, mientras la historia discurre de un lado a otro, enredándose, como si sus protagonistas no fueran más que diferentes afluentes que desembocan en la misma narración, contada a su vez por distintos narradores, en una compleja telaraña de puntos de vista y perspectivas distintas. Como si, de algún modo, nosotros también existiéramos a partir del relato de los demás. A fin de cuentas, estamos hechos de palabras, recuerdos, letras que se amoldan, fluctúan y varían en función del discurso que tenemos enfrente.
Sin embargo, como si la vida, o el mundo, siempre encontrara el modo de impactar con nosotros, poco a poco la energía pasional y juvenil de los primeros años se irá marchitando por el paso del tiempo, la madurez y lo que podríamos definir como los años del desencanto. Hay algo en la novela que te sobrecoge, un tono, aunque bello, profundamente nostálgico, a veces desalentador, sobre esa parte de nosotros que perdemos al crecer. “¿Cómo se podía vivir sin crecer y cómo se podía crecer sin dañar?”, se pregunta uno de sus personajes. Y es que, ¿no somos acaso nosotros –quienes además sufrimos la más importante de las traiciones– muchas versiones de nosotros mismos? ¿Cómo mantener las relaciones que tuvimos si ni si quiera podemos permanecer fieles a los jóvenes que fuimos?
Después, Torné, al que todos deberíamos leer al menos una vez en la vida, se las ingenia para que, ya en su último tramo, nos detengamos en cada frase, con paso cauteloso, conscientes de que cada última palabra cuenta, que a la vuelta de la página se aproxima el final y de que todo, también los Años felices, se acaban.