Soy hijo de Nou Barris, un distrito de Barcelona formado por lo que se da en llamar “barrios populares”. Allí estudié, allí hice mis amigos, allí me peleé, allí me emborraché, allí me enamoré, y allí… dejo a vuestra imaginación un par de verbos reflexivos más. La mayor parte de mi vida de adolescente se desarrolló en el barrio de Vilapicina, donde había una población de clase trabajadora, arraigada en la comunidad y que vivía sin conflictos sociales. Como en cualquier barrio de esas características, teníamos nuestro porcentaje de garrulos, pero estos individuos eran inofensivos y nos hacían reír más que otra cosa. Éramos esnobs de clase media baja.
Poco a poco, sin embargo, fui descubriendo que, más allá de aquellas colinas sobre las que está construido el barrio, había otros mucho más desfavorecidos, donde habitaba una especie que entonces me producía verdadero pánico: el quinqui. Habíamos tenido contacto con ellos, por supuesto, a través de sus incursiones en nuestro barrio, pero estas siempre eran, afortunadamente, esporádicas. Sin embargo, militar en el equipo de fútbol del instituto nos obligaba a visitar aquellos pequeños infiernos de ****** o de ***** (sí, hombre, voy a nombrar esos barrios en estos tiempos que corren, con las sensibilidades a flor de piel), donde el Julepa o el Asuquiqui de turno nos recibían con una somanta de palos y lapos y aún teníamos que disculparnos.
Hoy los quinquis están en franca regresión, debido a que en su hábitat natural, extrarradios y barrios populares, han sido arrinconados por una nueva especie conocida como canis, chonis, poligoneros y algún término más que mis años me impiden conocer. ¿Y sabéis qué? Los canis no me dan miedo. De hecho, les tengo bastante cariño. Para empezar, ahora vivo entre ellos, y sus hijos estudian (o no) con los míos. Además de eso, después de leer Carne de cañón, esta estupenda y divertidísima novela gráfica de Aroha Travé, es difícil que nadie se resista a los encantos de estas personas tan especiales, con sus cortes de pelo imposibles, sus hijos con nombres horteras y sus perros asesinos. Y por si eso no fueran motivos suficientes para encariñarse con ellos, en el barrio me llaman doctor, porque llevo gafas.
Carne de cañón cuenta las aventuras de Kilian, Yanira y Jose, tres hijos de una Choni arquetípica que viste camiseta de tirantes, lleva pendientes de aro y gasta moño grasiento. Viven en un piso pequeñajo, con esos patios interiores que tienen apenas un metro de ancho que los separa del vecino de al lado, y están rodeados de solares y fábricas abandonadas. No es una vida idílica, pero los niños, niños son, y sean hijos de chonis o de marqueses, su capacidad de transformar la vida más anodina en la aventura más alucinante no conoce clases sociales. Esa imaginación es el hilo conductor de esta aventura, que comienza cuando Kilian, enfrentándose a un peligroso salteador de caminos, se abre la cabeza con el pico de una mesa. A partir de ese momento, y entre yonquis que vuelven a la vida, fantasmas con una venganza por tomarse, heavies zumbaos salidos del túnel de mi adolescencia, matones de barrio y mucho, mucho choneo, se desarrolla una historia despatarrante, con unos personajes entrañables, unas ilustraciones que en todo momento lo clavan, un guión redondo y un retrato social que ríete tú de los reportajes del suplemento dominical.
No os perdáis esta joyita.
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