Ciudad abierta, de Teju Cole
El planteamiento inicial de esta Ciudad abierta es caminar. La novela aparentemente nace a partir de los paseos, cada vez más largos, con los que el protagonista recorre Nueva York. Existe también una forma de pensar similar a la de deambular por las calles sin rumbo fijo, deteniéndose en algún detalle que llame la atención, tomando un camino u otro simplemente porque a él lleven los pasos. En fin, se supone que el objetivo final del paseo del protagonista es esa exploración interior que acompaña a la de las calles de esa gran ciudad. Es un planteamiento atractivo, tanto que espero que alguien alguna vez lo lleve al papel, porque Teju Cole no lo ha hecho en esta obra por lo demás magnífica. El verdadero viaje del psiquiatra de origen nigeriano Julius, el protagonista, es el interior, el punto de partida no es más Nueva York que Nigeria o Bélgica y el paseo en sí parte de la introspección para regalarnos un retrato de cierta sociedad norteamericana que acostumbramos a no ver desde Europa.
Si me acerqué a estas páginas con curiosidad por pasear por Nueva York cerré el libro con una sensación bien diferente a la del cansancio de la caminata o la emoción del turismo, esta novela narrada con una voz muy original tiene la virtud de descubrirle realidades al lector sin ser ensayo, su argumentación evocadora y errabunda no sólo permite entrever la vida de los afroamericanos en Estados Unidos, sino también la de las clases sociales altas de Nigeria o la de los musulmanes en Europa. Nos descubre una intelectualidad estadounidense de izquierdas que rara vez se asoma a nuestros medios, pero sobre todo, en esta Ciudad abierta, se ponen de manifiesto ciertas particularidades del subconsciente colectivo de la ciudadanía de Estados Unidos, las líneas rojas autoimpuestas por la corrección política y la profundidad de la herida, aun abierta, del 11S.
El viaje interior de Julius que plantea Teju Cole no es cómodo, está plagado de realidades incómodas y de reflexiones no exactamente tranquilizadoras, argumentaciones alejadas del cliché y bien elaboradas que explican al diferente, algo que en Europa no estamos acostumbrados a ver ya que solemos descalificar aquellas opciones que no consideramos políticamente aceptables como si fueran intelectualmente inconsistentes, y no es el caso. Es francamente interesante sentirse abofeteado por el descubrimiento de los cimientos de sólida apariencia que están allí donde uno espera encontrar los pies de barro intelectuales del fanatismo, tomar conciencia de que no es suficiente decir no, sino que hay que convencer y argumentar en las mismas condiciones que aquellas opciones que sí nos resultan democráticamente homologables, porque la descalificación sin más ni es justa ni funciona.
Pero Ciudad abierta no es un ensayo sobre la minoría musulmana en Europa y Estados Unidos como no lo es sobre el racismo latente o las relaciones de hermandad de los afroamericanos. Tampoco lo es de la reciente historia de Nigeria ni de la realidad de la práctica de la psiquiatría en Norteamérica o del autoengaño. Esos temas están en Julius porque son Julius y son los caminos que recorre en sus paseos interiores no sin esfuerzo. Son caminos empinados, de cuestas arriba pronunciadas y descensos de vértigo, son senderos trufados de escenas que contempla o padece el caminante que no pueden dejar indiferente al lector. Me ha aterrado especialmente una expresión que utiliza el protagonista a raíz de una agresión brutal que sufre en plena calle: “ya había oído hablar de estos grupos que practican la violencia deportiva”, viene a decir. “Violencia deportiva”. Como concepto es inquietante, pero como realidad es aterrador.
Las calles de Nueva York están en Ciudad abierta, pero esta de Teju Cole no es una novela de Nueva York, y algo grande debe tener dentro para que la cartografía emocional del protagonista eclipse al callejero de ese magnético microcosmos por el que transcurre. Es un paseo aderezado con una cultura notable, sorprende que en una novela de estas características haya un hueco hasta para el cine español, ya que en cierto momento se cita la película El espíritu de la colmena, de Erice.
Como muestra, uno de esos caminos, una reflexión que hace Julius cuando entabla una breve conversación con un maratoniano que acaba de terminar la carrera y vuelve solo a casa, algo, que no hubiera nadie para recibirle tras la gesta, que en principio al protagonista le resulta triste:
En la esquina de la Ópera me despedí de él y aceleré el paso. Mientras me alejaba rápidamente imaginé la silueta renqueante menguando, aquella figura enjuta que era la imagen de una victoria sólo evidente para sí misma. De chico yo tuve problemas bronquiales y nunca he sido corredor, pero instintivamente comprendo la exultación que suelen sentir los maratonistas en el kilómetro cuarenta, tan cerca de la meta. Más misterioso me resulta qué mantiene a esa gente en marcha durante los kilómetros veintinueve, treinta y dos, treinta y seis. A esas alturas las piernas ya deben de estar rígidas por la acumulación de acetona y la acidosis debe de amenazar con sofocar la voluntad y hacer que el cuerpo diga basta. El primer hombre que corrió un maratón murió de fatiga al instante, y no sorprende: es un acto de extrema resistencia humana, y todavía notable aunque lo lleve a cabo mucha gente. Así pues, girándome a mirar a mi ex compañero, y pensando en el desplome de Filípides, vi la situación con más claridad. Era de mí, tan solitario como él, de quien había que compadecerse, pues había aprovechado menos la mañana.PS: Ya saben que uno tiene sus pequeñas obsesiones literarias, todos estamos llenos de manías cuyo único riesgo en realidad es intentar evitarlas, así que no puedo evitar añadir una pincelada sobre el título. Ciudad abierta es un buen título, no demasiado arriesgado, un tanto aséptico, pero efectivo, sonoro y en cierto modo describe el contenido. Los títulos de las dos partes en que se divide la novela, sin embargo, son “La muerte es una perfección del ojo” y “Me he investigado”, que me resultan extraordinarios. Y no sé a ustedes, pero a mí me sorprende la diferencia.
El viaje interior de Julius que plantea Teju Cole no es cómodo, está plagado de realidades incómodas y de reflexiones no exactamente tranquilizadoras, argumentaciones alejadas del cliché y bien elaboradas que explican al diferente, algo que en Europa no estamos acostumbrados a ver ya que solemos descalificar aquellas opciones que no consideramos políticamente aceptables como si fueran intelectualmente inconsistentes, y no es el caso. Es francamente interesante sentirse abofeteado por el descubrimiento de los cimientos de sólida apariencia que están allí donde uno espera encontrar los pies de barro intelectuales del fanatismo, tomar conciencia de que no es suficiente decir no, sino que hay que convencer y argumentar en las mismas condiciones que aquellas opciones que sí nos resultan democráticamente homologables, porque la descalificación sin más ni es justa ni funciona.
Pero Ciudad abierta no es un ensayo sobre la minoría musulmana en Europa y Estados Unidos como no lo es sobre el racismo latente o las relaciones de hermandad de los afroamericanos. Tampoco lo es de la reciente historia de Nigeria ni de la realidad de la práctica de la psiquiatría en Norteamérica o del autoengaño. Esos temas están en Julius porque son Julius y son los caminos que recorre en sus paseos interiores no sin esfuerzo. Son caminos empinados, de cuestas arriba pronunciadas y descensos de vértigo, son senderos trufados de escenas que contempla o padece el caminante que no pueden dejar indiferente al lector. Me ha aterrado especialmente una expresión que utiliza el protagonista a raíz de una agresión brutal que sufre en plena calle: “ya había oído hablar de estos grupos que practican la violencia deportiva”, viene a decir. “Violencia deportiva”. Como concepto es inquietante, pero como realidad es aterrador.
Las calles de Nueva York están en Ciudad abierta, pero esta de Teju Cole no es una novela de Nueva York, y algo grande debe tener dentro para que la cartografía emocional del protagonista eclipse al callejero de ese magnético microcosmos por el que transcurre. Es un paseo aderezado con una cultura notable, sorprende que en una novela de estas características haya un hueco hasta para el cine español, ya que en cierto momento se cita la película El espíritu de la colmena, de Erice.
Como muestra, uno de esos caminos, una reflexión que hace Julius cuando entabla una breve conversación con un maratoniano que acaba de terminar la carrera y vuelve solo a casa, algo, que no hubiera nadie para recibirle tras la gesta, que en principio al protagonista le resulta triste:
En la esquina de la Ópera me despedí de él y aceleré el paso. Mientras me alejaba rápidamente imaginé la silueta renqueante menguando, aquella figura enjuta que era la imagen de una victoria sólo evidente para sí misma. De chico yo tuve problemas bronquiales y nunca he sido corredor, pero instintivamente comprendo la exultación que suelen sentir los maratonistas en el kilómetro cuarenta, tan cerca de la meta. Más misterioso me resulta qué mantiene a esa gente en marcha durante los kilómetros veintinueve, treinta y dos, treinta y seis. A esas alturas las piernas ya deben de estar rígidas por la acumulación de acetona y la acidosis debe de amenazar con sofocar la voluntad y hacer que el cuerpo diga basta. El primer hombre que corrió un maratón murió de fatiga al instante, y no sorprende: es un acto de extrema resistencia humana, y todavía notable aunque lo lleve a cabo mucha gente. Así pues, girándome a mirar a mi ex compañero, y pensando en el desplome de Filípides, vi la situación con más claridad. Era de mí, tan solitario como él, de quien había que compadecerse, pues había aprovechado menos la mañana.PS: Ya saben que uno tiene sus pequeñas obsesiones literarias, todos estamos llenos de manías cuyo único riesgo en realidad es intentar evitarlas, así que no puedo evitar añadir una pincelada sobre el título. Ciudad abierta es un buen título, no demasiado arriesgado, un tanto aséptico, pero efectivo, sonoro y en cierto modo describe el contenido. Los títulos de las dos partes en que se divide la novela, sin embargo, son “La muerte es una perfección del ojo” y “Me he investigado”, que me resultan extraordinarios. Y no sé a ustedes, pero a mí me sorprende la diferencia.
Andrés Barrero
andres@librosyliteratura.es
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