El otro día tuve que cuidar a mis primos. Cuando los metí en la cama, el pequeño, Adrián, me pidió que les contara un cuento. Me hizo mucha ilusión, ya que mi vida se reduce muchas veces a eso: a contar historias. Me acurruqué con ellos en la cama y empecé a narrarles aquel que habla de siete cabritillos que huyen del lobo, mi favorito. A medida que avanzaba la historia me di cuenta de una cosa. Advertí que jamás llegaré a contarlo tan bien como mi abuela. Siendo consciente de ello, intenté ser la mejor narradora posible continuando hasta el final y vi que cuatro grandes ojos me miraban casi sin parpadear. ¡Estaban intentando no dormirse! Iba a poner en funcionamiento el método de “dormir a la de una…” cuando Adri me dijo: “Ana, déjame que te cuente yo un cuento”. Imaginaos mi cara. Por supuesto, yo me acomodé y escuché su historia. Iba de zombies y vampiros y también de un súper héroe que tenía un traje chulísimo lleno de cachivaches. ¡Acababa de coger la trama de Iron Man y le había añadido toda clase de seres monstruosos! Y solo a mí se me ocurre decirle que eso no era un cuento. Y él me respondió: “cuento es todo lo que nosotros queramos que sea cuento”.
Menuda lección me dio. Y con solo cuatro años. Así que poco después, cuando leí Creía que eran cuentos, no pude evitar acordarme de Adrián y sus lecciones de vida.
¿Qué es un cuento? ¿Una historia? ¿Una fábula? ¿Algo con una moraleja? ¿Algo que nos entretiene, que nos ayuda a dormir o a despertar? ¿Qué es? ¿Es para niños, para adultos, para todos? ¿Quién lee cuentos? ¿Para qué los leemos?
Ricardo Gallardo demuestra en su libro la teoría del pequeño de mi casa: cuento es todo. No tiene por qué tener un final feliz, no tiene por qué enseñar algo, no tiene que ser bonito ni idílico. Puede ser cruel, triste, con personajes reales o inventados. Puede tener sentido o no, hacernos reír o llorar. Todo vale mientras que el tiempo que dure nos tenga en vilo esperando saber el final. Eso es lo verdaderamente importante.
Os diré que no suelo saltarme el orden de lecturas. Voy leyendo según me llegan los ejemplares. Pero no sé por qué, este, en el momento que lo recibí, ascendió mágicamente a la primera posición y se coló delante de todos los que ya estaban esperando a ser leídos. No estoy orgullosa de ello pero entendedme: tenía toda una tarde por delante en la que no tenía previsión de hacer nada más que disfrutar de una buena lectura y justo esa mañana llegó a mis manos este ejemplar. Pocas páginas (alrededor de unas ciento veinte), relatos cortos… era sin duda lo que necesitaba en ese momento. ¡Y tanto que lo necesitaba! Acabé por leérmelo de una sentada y tranquilizando al libro que había dejado a medias diciéndole que en nada volvía con él.
Y es que este libro se lee con muchísima rapidez. Los relatos cortos (algunos realmente muy cortos) hacen que la lectura no sea nada pesada. Los protagonistas van pasando ante nuestros ojos, presentándose de una manera muy volátil, como el que sabe que va a estar poco tiempo con esa nueva persona. Vienen, cuentan lo que tienen que contar y se van. Y ya está. Cuando te quieres dar cuenta, te has sumergido en otra historia, en otra vida, en otro mundo que durará lo que duren los párrafos que necesite el autor para trasmitirte lo que te quiere trasmitir y luego desaparecerá. Y así decenas de veces.
Pero no quisiera que por mis palabras entendierais que esta es una lectura superflua o que, al pasar tan rápido las historias, no tiene sentido leerlo. En absoluto. Estoy segura de que alguno de estos cuentos, al menos uno, hará que en vuestra mente se encienda una bombilla y, ante esa señal, necesitéis volver a leer ese relato una, dos, tres veces más. Para intentar descifrar qué esconde ese protagonista, para intentar leer entre líneas lo que el autor no ha dicho claramente. Para ver si ese personaje podrías ser tú. Para entender por qué jamás podrás olvidar ese relato.
Y es que a mí me ha pasado eso exactamente con uno de los cuentos. La cartera de María ha sido el relato que he leído hasta cuatro veces seguidas. Porque me fascinó la historia que encierran sus palabras y me cautivó la capacidad del autor, Ricardo Gallardo, de contar tanto en tan poco. Estoy segura de que pronto olvidaré la mayoría de partes de este libro (como me suele pasar con absolutamente todo lo que leo), pero también tengo la certeza de que este relato, este en concreto, no se irá nunca de mi mente.
Creía que eran cuentos ofrece eso: la posibilidad de encontrarnos a nosotros mismos en una historia y hacer que sea nuestra. Nuestro rincón particular dentro de decenas de recovecos.
Siempre me ha parecido asombroso el mundo de los relatos cortos. Escribir una novela da muchas más posibilidades a la hora de redactar. Te puedes entretener con descripciones, con diálogos, con tramas. Pero cuando tienes ante ti un relato corto, tienes la obligación de condensar. De quitar lo que estorba e ir directamente al grano. Y encima con la mirada fija en darle un sentido y un final que haga que el público aplauda. Eso me parece complicadísimo. Así que no puedo hacer más que quitarme el sombrero ante alguien que se ha atrevido a publicar un libro repleto de relatos que cumplen estas características que he mencionado.
Un cuento es todo lo que queramos que sea cuento. Esta frase encierra más cosas de las que a priori pudieran ocurrírsenos. Esa filosofía de querer ver la vida como si fuera un cuento es lo que va a hacer que ese niño llegue muy lejos. Eso sí, me he preparado una historia que mezcla a Hulk con dinosaurios que va a hacer que alucine la próxima vez. A ver si se atreve a decirme que mis cuentos son un rollo.