No hay un momento en el que el ser humano, con todo lo racional que es, no haya tenido un momento de debilidad. Instantes en los que nuestra mente retuerce la realidad y convierte la imaginación en realidad, lo falso en lo cierto, lo irreal en algo tan tangible y concreto como cualquier objeto que vemos a través de nuestros ojos. La inseguridad de ser, de no reconocernos, del engaño futuro que no ha sido provocado, de los pequeños detalles que transformados en una globalidad nos hacen descubrir aquellos pliegues de nosotros mismos que no hubiéramos pensado nunca que pudieran ser ciertos. Y todo a través de la palabra, de la confesión, de un diálogo interno o externo, lo mismo da cuando se superponen, en los que Delirio se mueve continuamente, como un navegante a la deriva que no sabe cómo volver a tierra firme, cuándo sus pies tocarán el suelo que, instantes antes, había supuesto su anclaje con el mundo. David Grossman nos traslada a un mundo que puede ser común – por lo escrito sobre el tema – como lo son los celos, pero lo convierte en una historia donde nos descubrirá mucho más de nosotros mismos de lo que nos pensamos. Porque al leer, a veces, en instantes que pueden parecerse pero que son diferentes entre sí, nos vemos cerrando un libro, respirando fuerte, mientras sentimos cómo el cuerpo se relaja después de haber permanecido en tensión durante todo el relato. Y es que los viajes, los que nos transforman, terminan por agotarnos y dejarnos completamente exhaustos.
Elisheva sale todas las mañanas a la piscina. Ese acto, en apariencia anodino, sirve de excusa a Shaul, su marido, para imaginarse que su mujer le es infiel. En un viaje con su cuñada será cuando desvele sus inquietudes que, mucho más allá de la infidelidad, tienen que ver con su propia existencia.
No estamos ante un libro fácil. No quiere decir esto que, el lector que se acerque a lo que cuenta, no pueda entender aquello que nos narra David Grossman. Pero sí tendrá que tener claro que, una vez da comienzo su lectura, la narración lo arrastrará sin descanso por una especie de montaña rusa donde reflexiones, sentimientos, pensamientos y monólogos internos se traduzcan en un análisis bastante certero – y en ocasiones bastante duro – de lo que una vida puede significar o, por qué no decirlo, dejar de significar. Delirio es, precisamente, lo que bien describe el título. Un delirio, una alucinación, pero no dejará de ser una excusa para que el protagonista se oiga a sí mismo, se descubra en todo aquello que se dice y dice a su acompañante, porque en el fondo, al lector, poco le importará si el engaño es real o inventado, si la realidad es lo que él piensa o es un engaño de su mente, porque lo que resulta de vital importancia es seguir los recovecos de una mente que por su turbación es cuando más certera resulta. Pero no es una lectura sencilla. Corresponde al lector poner los cinco sentidos a trabajar para seguir los planteamientos, las reflexiones y el sin fin de argumentos que el autor nos pone en bandeja para poder comprender cuál es la situación en la que nos encontramos. Y ya se sabe que, en esta vida lectora, es muy fácil perderse.
Vivimos las lecturas, en ocasiones, de la misma forma en la que intentamos comprender el mundo que nos rodea. Abrimos un libro, vamos pasando sus páginas, y nos encontramos metidos en una maraña de pensamientos, de imágenes, a las que intentamos buscar el significado concreto. David Grossman nos invade como lectores en Delirio para ponernos en evidencia, para poner sobre la mesa la fragilidad de un hombre, pero en realidad nos está hablando a nosotros, a través de un recurso como los celos como punto de partida, mientras se amplía el foco y comprendemos lo que de verdad estamos leyendo. Y es que las lecturas suelen convertirse en ramas que, una vez extendidas, se unan para crear un esquema donde cada uno de los elementos se toquen para poder controlarlos. Y ya se sabe que, intentar controlarlo todo, no deja de ser una de las mayores forma de descontrol que hay.