Lejos de lo que nos puedan contar, no existe un orden natural para que algunas cosas sucedan. No hay fechas, ni puntos finales, ni si quiera comas, que marquen el ritmo de los acontecimientos. A veces sucede que es solo una frase que acaba de empezar. Unas palabras que no alcanzan a ser un todo y se interrumpen. Sin complementos ni verbos. No hubo tiempo para la acción. Como un sendero de letras inconcluso e irracional que desemboca irremediablemente en el abismo, casi en el sinsentido, de una página en blanco, y de la que solo queda un sujeto.
En Despedida que no cesa, traducida al español por Richard Gross y publicada ahora por Periférica, Wolfgang Hermann trata de completar esa oración, ese absurdo grotesco y absoluto que supone en su vida la muerte repentina de Fabius, su hijo adolescente, y que lo ocupa todo por completo. Después, lo que queda es el tiempo. “Una vez rota –escribe el autor–, la luz del verano no volvía”. O, más adelante: “Solo la nieve iluminaba los días, pero le quitaba todo el espacio”.
Hermann que, después de este trágico acontecimiento, funde su existencia con la naturaleza y el paso de los meses, se convierte en alguien incorpóreo, un ser sin piel, abandonado, que observa mientras todo lo demás le atraviesa. Su transformación en narrador es casi absoluta. Apenas hay lugar en su texto para la persona ni para su presente. Allí, incluso en el futuro, todo es pasado. Su prosa, aunque trágica, es una letra sosegada y poética, contemplativa, que se desliza delicadamente como el transcurso de unas estaciones a otras, mientras se enreda con los recuerdos de su difunto hijo, su relación con él y el eco de la historia de amor de la que fue fruto. De fondo, resuena la voz de los momentos vividos, el pasado feliz, algún remordimiento, los reproches y los instantes que le pesan.
Sin embargo, su dolor, eclipsado por el paso del tiempo, no es el de la herida abierta, sino más bien el de la cicatriz. Un pesar más difuminado, contenido y encerrado en sí mismo que, aludiendo al título, no cesa por mucho que lo atraviese el tiempo. No en vano, el escritor austríaco tuvo que esperar toda una década antes de poder escribir sobre esa gravedad, tan “hueca por dentro”, que no tiene palabras. En esto, me recuerda un poco a David Vann. Al menos, como Hermann, también el estadounidense necesitó más de diez años para terminar su primera novela, Sukkwan Island. Su escritura era su duelo, el lugar donde volver para poner orden al suicidio de su padre.
Es así como, en cierto modo, los dos escritores investigan a partir de la naturaleza y el entorno que les rodea sobre la muerte, el dolor y el peso de algunas ausencias en la existencia de los demás. Son las dos caras de una misma moneda. Hijo y padre. Pero, probablemente también porque las circunstancias de ambos difieren y así lo piden, mientras Despedida que no cesa es extremadamente lírica y sosegada y centra su mirada en una reflexión real sobre su propia existencia y la de su hijo, Sukkwan Island es una visión violenta y oscura que se abre paso a través del relato ficticio.
Con todo, lo cierto es que el texto de Wolfgang Hermann se aleja de la oscuridad del invierno y abre su cielo gris a la luz del verano, aunque sea pasajera, donde por haber hay espacio hasta para el cantar de los mirlos, mientras busca la manera de recomponerse al dolor. Su lenguaje es el del amor más profundo y respetuoso hacia el hijo perdido. De ahí que exista una belleza desgarradora y una elegancia intencionada entre sus líneas. Hasta la pena y las heridas resultan hermosas gracias a la voz poética de quien escribe. Como si por encima del duelo y la tristeza quedara la necesidad de mantener esa luz, aunque sea la del recuerdo, que, como la nieve, también ocupa todo el espacio.