A lo largo de la historia de la humanidad no son pocos los periodos vividos por el humano que, ahora vistos en retrospectiva, nos sorprenden por algunos hechos concretos, las costumbres o incluso los pasatiempos de aquellos lugares que pertenecen al pasado. La época victoriana fue indudablemente una de las más sorprendentes. Este periodo, que rondaría las siete décadas de duración, no solo nos dejaría la cumbre de la revolución industrial, sino que también pondría de manifiesto vicios y filias que podrían abarrotar páginas y páginas de un libro.
Uno de estos hobbies fue el de las peleas de animales, en especial y con mucho éxito, aquellas en las que un perro tenía que matar, en el menor tiempo posible, a tantas ratas como pudiera. Y ya que hablamos de roedores, no debería dejar de mencionar que a la gente más chic de la época le gustaba coleccionar ratones disecados. Los animalillos eran vestidos con ropajes a su medida y colocados en posturas muy humanas en situaciones de vida cotidiana, tales como una boda o la hora del té. Una extravagancia que llenaba los bolsillos de los taxidermistas y probablemente de los alcantarilleros que cazaban a los desdichados roedores. Y eso a pesar de que la función real de los alcantarilleros era desatascar las cloacas, además de recolectar algunas de las joyas que encontraban entre las aguas fecales. Los recogedores de excrementos eran los otros trabajadores en el parco sistema de alcantarillado de aquella época. El nombre es suficientemente revelador como para perder unas líneas describiendo qué hacían.
Pero mientras algunos hombres comerciaban con la inmundicia y los desechos, otros lo hacían con la muerte. Como los fotógrafos expertos en fotografías post-mortem. Al morir un familiar se le retrataba con sus mejores galas, en ocasiones junto a su mascota o “fumando” aquella pipa que era su favorita. ¿Qué mejor recuerdo de un ser querido que esos ojos muertos mirándote eternamente a través de una desgastada foto? Otros mercaderes de la muerte fueron los resurreccionistas; una profesión que en la época victoriana daba sus últimos coletazos pero que unos años antes había tenido su época más boyante. ¿Que no tenéis ni idea de qué os hablo? Genial, porque entonces Diario de un resurreccionista de James Blake Bailey os despejará esa duda a la vez que os enseñará cómo, dónde y porqué hacían lo que hacían estos traficantes de cuerpos.
Con Diario de un resurreccionista voy a empezar por el final. Empezaré explicándoos que el diario (reproducción de uno real el cual se haya expuesto en el museo Hunterian de Londres) apenas ocupa un tercio del total del libro. El diario no deja de ser un fantástico objeto de estudio además de un documento único en su especie. A pesar de ello el diario es lo que es: frases breves, con descripciones telegráficas y con abundantes números intercalados; cifras que muestran las transacciones que se llevaron a cabo.
El diario en sí, por sí solo, tendría poco interés si no fuera por la cuidada y reveladora introducción de James Blake Bailey, editor que a finales 1896 decidió publicarlo y hacer visible unos hechos execrables para que no volvieran a repetirse. Podría decirse, y no sería falso, que entre vuestras manos tenéis un libro de la época victoriana. ¿Cómo se os ha quedado el cuerpo? El caso es que Blake Bailey, al ponernos en contexto, nos hace mucho más comprensible el diario. Nos habla desde el punto de vista de alguien que vivió aquella época en la que por las noches las bandas de resurreccionistas se disputaban con violencia los cadáveres recién enterrados. Guerras comparables a las que hoy enfrentan a los narcos. Ríete tú de las escaramuzas que enfrentaron el cartel de Cali con el de Medellín. Blake Bailey también arrojará un poco de luz sobre los métodos para transportar la mercancía (escondiendo cadáveres en barriles o cajas, con etiquetaje falso, para burlar a las autoridades) que nada tendrían que envidiar a los utilizados por los señores de la droga ahora; o cómo esta oscura profesión pudo llegar a ser tan popular, tocando temas como la escasa legislación de aquel momento o la gran demanda por parte de los anatomistas que necesitaban avanzar en sus estudios a toda costa.
Si Diario de un resurreccionista ya podría haber sido una obra digna de mención con la introducción de James Blake Bailey y el diario, el extensísimo prólogo de Juan Mari Barasorda (experto en acontecimientos truculentos de la época victoriana) lo hace indispensable. Barasorda hace un viaje alucinante a través de la historia, del mundo literario, del cine o de la medicina, tomando como eje central la figura de los ladrones de cuerpos. Nos hablará de Mary Shelley y su Frankenstein (probablemente el resurreccionista y anatomista ficticio más popular de la historia), de aquellos que decidieron conseguir cuerpos utilizando otros métodos más expeditivos (véase la estremecedora historia de los asesinos Burke y Hare), sin dejar de lado a médicos y anatomistas como Andre Vesali o Leonardo da Vinci.
Sería injusto finalizar sin hablar de la parte visual. El Traité complet de l’anatomie de l’homme, con sus maravillosas ilustraciones del cuerpo humano, es en gran parte el encargado de acompañar lo relatado en Diario de un resurreccionista. Así como fotografías reales que muestran a anatomistas practicando con sus cadáveres en la mesa de disección (que sí, que se ven los cuerpos), o los métodos para proteger tumbas y mantener alejados a los ladrones de cadáveres.
Diario de un resurreccionista es un libro singular, bellamente editado por La Felguera editores (una editorial que, bajo la apariencia de una sociedad secreta, se dedica a revelar los mejores secretos de su tiempo); es además uno de esos libros que puede llegar a un público muy variopinto: los más morbosos, los interesados en historia (tenebrosa, sí, pero al fin y al cabo historia),los fascinados por la medicina o incluso los amantes de las novelas negras o de terror (seamos sinceros, un poco de miedo, todo esto, sí que da).