Probablemente, una de las cosas que más llamen la atención de este libro en el momento de la búsqueda de nueva lectura sea su título (a mí me llamó por eso). Y es por culpa de ese título, cuando ya he entendido a qué se refiere, que me apetece contar una anécdota que viene bastante al caso (y si no, ¿qué?, si siempre me pasa lo mismo). Cierto día de este verano me encontraba en el camarote de un barco sobre el río Danubio y en un momento dado el barco paró y se nos avisó de que habíamos llegado a una de las paradas programadas. El aviso me despertó de la siesta, siesta que también estaba haciendo, a mi lado, mi hermano. A él, que le cuesta un poco más que a mí despertarse, tuve que avisarle yo de que ya habíamos llegado. Me miró y me preguntó algo así como: «¿qué tocaba hoy?», le dije el nombre de la ciudad, se quedó un rato pensando y cogió el móvil sin decir nada, abrió Google, puso el nombre de la ciudad, le dio a la pestaña de imágenes, vio unas cuantas y me dijo: «ya está, yo ya la he visto». Ahora diréis, ¿por qué me cuenta ahora esto? Pues porque, aunque parezca extraño, el título de este libro va sobre algo así.
Ahora en serio, todo esto que he contado se basa simplemente en el cuestionamiento de si es lo mismo ver algo (lo que sea) a través de Internet o verlo físicamente. O todavía más rebuscado, si es posible rememorar los sentimientos que se han vivido en un lugar al volver a ese sitio por Internet. Sí, lo mío fue en tono de broma (la vida con mi hermano es así) pero en esta historia que nos presenta Marta Carnicero no hay ni un solo espacio para la broma. Por eso tenía que ponerla yo. Perdonadme, soy así.
El cielo según Google, novela traducida del catalán por Pablo Martín Sánchez y publicada por Acantilado, es una historia contada a dos bandas que narra la relación de pareja entre Júlia i Marcel, quienes adoptan a Naïma tras varios años de intentar tener hijos de forma natural y no conseguirlo. Digo a dos bandas porque tenemos por un lado un narrador que nos cuenta el declive de la relación Júlia – Marcel y por otro, a Naïma, ya crecida, separada y también con un hijo adoptado, contando su visión del declive y con su padre, Marcel, a punto de fallecer. Se nos ofrecen dos visiones que nunca van en simetría sino que juegan con el peso de la obra, repartiéndolo en un principio en la voz del narrador, halo omnisciente que ve y cuenta todo, para pasar poco a poco a recaer en Naïma, quien se encarga de resolver la novela.
Hablaba antes de declive porque es la base de toda la historia. Me ha sido inevitable acordarme de aquellos versos del poeta José Ángel Valente en los que decía que «caer fue solo / la ascensión a lo hondo», y es que básicamente eso es lo que se cuenta aquí: una caída en barrena del amor, un romperse poco a poco y a pedazos, un darse cuenta de que se puede llegar a ser nadie. Y con una hija de por medio.
Sin querer destripar gran cosa de la trama (es una novela de poco más de 100 páginas), Júlia i Marcel deciden adoptar a una niña, Naïma, esperando que ese sea el estándarte de su relación, la semilla a partir de la cual florecer. Al poco de llegar Naïma a casa, las cosas se tuercen sin una razón aparte. El amor se está rompiendo, nadie sabe cómo arreglarlo y ya no hay vuelta atrás. Es en ese momento cuando los papeles de la Paternidad y, sobre todo, de la Maternidad, se convierten en principales dentro de la historia, golpeando a cada uno de los personajes por el no saber qué hacer. Júlia buscará desesperadamente respuestas ante la avalancha de dudas que poblará su mente, verá como se queda/como se siente cada vez más sola con una niña que cuidar, con una supervisora que viene cada cierto tiempo a controlar el estado de la niña y a la que hay que demostrar que el ambiente es perfecto. Todo ello de la mano siempre del recuerdo, de una memoria caprichosa que se dedica a borrar lo malo y a solo mostrar lo bueno que era aquello, lo bueno que era todo. Pero siempre antes. Ahora ya no.
El cielo según Google es una novela totalmente actual (de ahí el guiño casi bíblico y “sigloveintiunesco” del título), que nos introduce de manera magistral en una problemática tipo de carácter conyugal, que podría pasar en cualquier casa. Pero con algo distinto, la capacidad de mostrar de manera perfecta e incluso dolorosa el interior del ser humano sufriente. Dejar de querer, seguir amando, intentar comprender cómo alguien que convive contigo puede convertirse en extraño, descubrir hasta dónde es posible llegar en el umbral del dolor. ¿Y si no fuera siempre la llegada de un hijo sinónimo de unidad, de alegría, de amor?