Lo sé porque Tyler lo sabe.
Sabe cómo fabricar explosivos con tu desayuno. Es un artista elaborando jabón con la repugnante grasa sobrante de las liposucciones. ¡Lávate con la baja autoestima de otros! Tyler odia la vorágine obscena de consumismo que nos bombardea a diario desde la televisión y las revistas. Porque tú no eres los pantalones que te pones.
¿Por qué lo sé? Porque Tyler lo sabe.
De igual forma que sé que la primera regla del club de la lucha es que no se habla del club de la lucha. Una regla que hay que incumplir si queremos más acólitos para nuestro culto. Una secta de hombres frustrados, de guiñapos andantes, de perdedores aquejados de insomnio que jamás serán estrellas del rock y que deben acostumbrarse a vivir su mísera vida de ciudadano de clase media. Pero mediante la violencia más primaria apaciguarán ese fuego opresivo que les quema las entrañas por su tan planeado fiasco de vida.
El primer puñetazo que propines quebrará tus nudillos y te mostrará el camino. La primera muela arrancada de raíz te hará libre. El tabique nasal aplastado y la sangre corriendo a borbotones por tu garganta no es más que un mensaje: el dolor solo duele y tienes que tocar fondo para poder evolucionar. Ahora estás preparado para el proyecto Estragos.
¿Por qué lo sé? Porque Tyler lo sabe.
Si todo esto te suena a chino, deslízate, sal de tu cueva y lee El club de la lucha; y luego vuelve. Si, en cambio, esa tarea ya la tachaste de tu lista de cosas pendientes antes de morir, entonces quédate, porque vamos a asistir al tan esperado, y temido, regreso de Tyler Durden, el nihilista más acérrimo de la literatura, al cual, esta vez, la palabra anarquía se le ha quedado pequeña.
Para que Tyler regresara a nuestro infausto mundo han tenido que pasar veinte años desde la primera publicación de El club de la lucha, diez años en la vida de los protagonistas. No hay nada como ser un personaje ficticio para que la magnitud física del tiempo te afecte de forma diferente y ésta solo dependa del autor que moldea tu destino. Como he dicho: diez años. Un tiempo que Sebastian, anteriormente conocido como “el narrador”, y Marla Singer han aprovechado para montar una anodina vida repleta de cosas insustanciales, de agotadora rutina, de césped que cortar, de besos apáticos con sabor a Vicodina y de psicoterapia con abrumadoras sesiones de hipnosis. Ah sí, también han tenido un hijo. Un muchacho de nueve años al que le gusta jugar con su kit de química y que se pasa el día mezclando caca de perro con ceniza de madera y paja y todo ello bien regado con pipí. Criaturita…“¿Sabías que se puede hacer nitroglicerina con grasa?” De tal palo, tal astilla.
¿Y Tyler Durden por dónde anda?
Un buen cóctel de pastillas y cápsulas de colores (rojas, verdes, amarillas, azules; el arcoíris en un pastillero) que Sebastian se traga como quien come caramelos hace que éste se mantenga alejado de su vida. También mantienen a raya su libido, convirtiéndola en algo pequeño y abúlico además de blando e inservible. No es de extrañar que su mujer, víctima colateral de esa desproporcionada ingesta de pastillas, desee reencontrarse con el hombre que, a base de orgasmos, le salvó la vida. Cambiar las pastillas de su marido por placebos parece una buena idea, ¿verdad? ¿Verdad? ¡¿Verdad?!
Tyler Durden entonces emerge. Caótico y desquiciado. Sociópata narcisista. Manipulador carismático. Deja atrás la insondable y plácida prisión que es la psique de Sebastian para, primero de todo, hacerle saber a su creador, Chuck Palahniuk, que ha vuelto. Creo que os podéis hacer una idea de la exquisita y reconfortante locura que resultó para mí El club de la lucha 2 en el momento en que descubrí que el propio Chuck Palahniuk vagaba por las viñetas de esta novela gráfica; ese escritor de apellido impronunciable capaz de cincelar historias a golpe de frases lapidarias que repite como mantras, de temas políticamente incorrectos y de personajes cínicos y autodestructivos que siempre acaban abordando la desvencijada balsa del optimismo.
Y si de frases sugerentes hablamos, no puede faltar la que se halla impresa como subtítulo en la portada: “Algunos amigos imaginarios ya nunca desaparecen.” Cita que se repetía en mi mente mientras intentaba alcanzar el sueño y en cambio descubría que tenía que conformarme con una duermevela inquieta. Todo producido por la placentera y agradablemente desquiciante lectura de El club de la lucha 2, pero incrementado hasta niveles lisérgicos debido al sofocante calor que me acompañaba estas noches. ¡Una benzodiazepina, por favor! Porque era pura obsesión, y aunque me lo he dosificado como si fueran grageas de Xanax, al final solo he hallado la paz con una buena sobredosis. Un chute de metaficción que entra por los ojos y va directa al cerebro. Y aunque de esta saludable drogadicción el culpable mayoritario es Chuck Palahniuk por haber desarrollado un guion tan contundente como retorcido, no toda la responsabilidad puede recaer sobre él. Cameron Stewart ha ilustrado El club de la lucha 2 de forma notable, haciendo gala de un estilo caricaturesco que maximiza los momentos cómicos, además de repartir de forma concienzuda pero planificada píldoras, pastillas, pétalos de rosas y hasta alguna muela sanguinolenta, todo con calidad fotográfica y que parecen abandonar las viñetas, por algunas páginas. Sin dejar de mencionar a ese maravilloso y entrañable ejército de niños que sufren de envejecimiento prematuro y que desempeñan un papel primordial en el cómic.
El tercer componente del club, y no por ello menos culpable, es el portadista David Mack. Sus acuarelas, que muestran un control absoluto de las aguadas y que en ocasiones se unen a objetos como cerillas o encajes, son tan radicales como artísticas y algunas llegan a recordar a imágenes del test de Rorschach.
Llegados a este punto solo puedo recomendar que leáis El club de la lucha 2 del tirón, pues para eso Reservoir Books ha juntado en un solo tomo de lujo los diez números de la serie original, además de añadir ese extra que es un recordatorio del final de la novela. Y debéis hacerlo antes de que el proyecto Estragos se ponga en funcionamiento de nuevo. Porque los seguidores del club de la lucha jamás abandonaron el club. Si observas cuidadosamente a tu alrededor los verás. Atento, ahí están: ese muchacho con un ojo morado, el tipo gordo con un brazo enyesado o ese calvo que se duele por un par de costillas astilladas; todos tienen la marca del beso en la mano.
El proyecto Estragos está más vivo que nunca.
¿Qué por qué lo sé? Porque Tyler lo sabe.