Reseña del libro “El escritor que no sabía leer y otras historias de la neurociencia”, de José Ramón Alonso
Cae la tarde y los vecinos del pueblo dejan sus quehaceres para reunirse en corro, cada uno con su silla, frente a la puerta de alguna casa a tomar «el fresco» —o «a la fresca», según la región—. Típica estampa con la que se despide un caluroso día de verano. Entonces ocurre algo maravilloso: como hilos invisibles, por las calles comienzan a tejerse las redes sociales primigenias, que no abarcarán a tanta gente ni incluirán emoticonos, pero que crean grupos y pueden llegar a ser igual de complejas o polémicas que las tecnológicas típicas de la ciudad. Ahí se raja de todo y de todos. No se salva ni quien saluda de camino a su casa. Y es que cómo nos gustan los chascarrillos bien contados. Parece que se afinen las orejas aunque no quieras.
Ahora imagínate que, en lugar de tu abuela reunida con las amigas, se trata de científicos de renombre, de diferentes épocas, comentando sobre lo que han vivido durante su larga carrera a lo vieja del visillo —«¿Que Pasteur hizo QUÉ? Oioioioioioioi…», y se ajusta el chal escandalizada—. Esa es la imagen que me ha venido a la mente, de forma recurrente, al leer El escritor que no sabía leer y otras historias de la neurociencia del sello Guadalmazán. El científico y divulgador José Ramón Alonso narra un popurrí de historias que giran en torno al cerebro y su complejidad. Pura carnaza para alimentarnos con curiosidades de forma amena y directa, a lo corro de pueblo al que me he autoinvitado como gato espectador para contaros un poco más.
Como ya hizo con Un esquimal en Nueva York y otras historias de la neurociencia, José Ramón Alonso enlaza el funcionamiento del cerebro con una gran cantidad de materias, desde el cine, la literatura, la música o los cuadros, a las bebidas, costumbres, enfermedades, animales o los niños. Un total de treinta y ocho capítulos cortos, con fotografías y referencias al final. Desde el principio crea la necesidad de saber más sobre el tema que está introduciendo y que parece que no le cueste escribir, a pesar de que detrás hay un trabajo de investigación. ¿Por qué no nos acordamos de nuestra infancia? ¿Qué es la alexia si no es una persona? ¿Qué hace el reputado físico Niels Bohr en mitad del pasillo con una pistola de agua? ¿Tenemos piedras en el cerebro? ¿Cuál es el mejor invento español? ¿Qué pintan los alienígenas, Nicole Kidman o Amy Winehouse en todo esto?
El libro recibió el Premio Prisma Casa de las Ciencias al mejor texto inédito de divulgación científica. Quizás porque es para todos los públicos e interesa también a todo aquel al que la ciencia le parezca aburrida. Otra buena razón, con la que comenzaba esta reseña, es porque sacia la curiosidad típica de nuestra especie. También nos brinda la oportunidad de repasar la historia y descubrir prácticas que ahora nos parecen aberrantes, ¡inimaginables! y sentirnos satisfechos de la evolución. En otro plano, recalca la importancia del calor humano y da pie a reflexionar sobre las adicciones del presente para que quien las sufra se plantee su futuro cercano.
Como veis, un auténtico cocktail de información para desconectar —y a la vez conectar, pero desde la ventana que ofrecen las páginas— del mundo que nos rodea. Para que, una vez terminado, corráis a esas redes sociales a las que estamos enganchados desde que despertamos hasta que nos dormimos, a rajar todo lo aprendido. ¡Pero atentos, no os vengáis muy arriba! Como bien explica el libro, por mucho que queramos tener un millón de amigos, nuestra capacidad social no da para tanto. ¿Os sorprende? Pues hasta existe un número. Y es que comunicarse supone un arduo trabajo para el cerebro, así que mejor que prime la calidad a la cantidad. O leed. Sí, mejor leed.