Que levante la mano quien no ha sido alguna vez Meurseault. Ese sentimiento de llevar una vida anodina, ese sentirse siempre extranjero en cualquier lugar, esa impresión «de estar de más, de ser algo así como un intruso». Lo bonito en la vida, o quizá solo lo que la salva, es conseguir salir de ahí, dejar esos pensamientos para las partes de tiempo más pequeñas, ser lo contrario a eso el mayor tiempo posible. Pero Meursault no, él siempre es y será un extranjero o, mejor dicho, El extranjero. Literatura Random House, con su misión de editar bajo su sello todo Albert Camus, aparece ahora con su obra más emblemática que, además, ofrece una nueva traducción de la mano de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. Si siempre vas tarde como yo (bendita tardanza la de descubrir libros en el momento oportuno), aquí tienes una nueva oportunidad para darte a lo que dicen en la contra que es un «libro capital para la cultura del siglo XX».
En El extranjero nos encontramos con Meursault, un joven oficinista de Argelia que se entera de que su madre ha muerto. Este hecho cambiará su vida, pero no porque su reacción desencadene una tragedia interna en su ánimo sino porque su vida de repente dará un vuelco casi sin él querer, sin poner mucho de su parte. Es la vida la que manda en un ser que no es mucho más que un papel moviéndose a merced de donde vaya el viento. El problema aquí es que el viento forma una espiral que lo irá hundiendo cada vez más. ¿Hasta dónde? Para eso es mejor abrir el libro. Odiaría que por mi culpa ya no fueras a hacerlo.
En el transcurso del viaje dentro de esa espiral terrible, conoceremos a Marie, su amada, a quien Meursault ve más como un continente capaz de satisfacer su placer que como alguien a quien querer. También es verdad que Meursault no quiere a nadie, ni a sí mismo. Quizá, seguramente, no sepa. Y en ese camino también conoceremos a un vecino maltratador a quien nada tendrá él que decir más que algún consejo y algún apoyo, o al vecino enganchado a un perro, perro al que puede pegar pero del que no puede despegarse. A estos se le suma Raymond, un amigo que lo acaba llevando al chalet de otro amigo, y donde se encuentran con cierto árabe que amenaza al primero, y donde todo se trunca hasta terminar la primera parte del libro y, seguramente, alguna cosa más.
Porque Meursault hace algo allí, en ese lugar de playa y esperada tranquilidad, que lo marcará para siempre. Cierta animalidad saldrá de él, como sale de aquel perro que huye de una relación tóxica, y desbaratará todo. Y de repente cárcel, nueva vida, barrotes, algún que otro aburrido vis a vis, algún que otro recuerdo desempolvado y misma filosofía. Como le decía su madre, a quien visita ya muerta para empeorar aún más su situación, uno acaba acostumbrándose a todo. La pregunta sería más si uno es capaz de acabar acostumbrándose a nada. Parece que sí.
Meursault busca la nada en vida y quizá la encuentra muerto. Meursault parece cómodo en «la tierna indiferencia del mundo» sin percatarse de que es el mundo quien no se siente cómodo con él allí. Y por eso lo conduce hacia un lugar cada vez más pequeño, cada vez más oscuro, hacia una juez declarándolo culpable. Y una pena, tanto de sentimiento como de muerte. Hay en el libro un juicio donde todo desprende calor, menos el propio libro. Y un libro frío es siempre un libro malo. O no. Porque aquí no. El extranjero es probablemente el libro frío mejor que hay. Y Camus es siempre maestro. Gran jugada la de la editorial, yo por lo menos ya he salido ganando. Ahora vas tú.