Los errores en los libros, o los errores en general, suelen no pasar desapercibidos. Saltan a la vista. También lo hacen los grandes aciertos, luminosos párrafos de algunas obras, goles magníficos, polvos de otra galaxia que no deberíamos aspirar a repetir. En un punto intermedio de esos dos extremos, entre otras cosas, podemos encontrar dos categorías interesantes: la mediocridad y la virtud. La primera tiene relativo éxito en esconder los errores, al menos en dejarlos fuera de la vista o del foco, pero lleva dentro la inferioridad de los mentirosos. La segunda simplemente los evita, los fallos, aunque no se regodea tampoco en los aciertos. En este último sentido tan modesto de algo cercano a la perfección se halla la tercera novela de Jonathan Lee, primera en español, El gran salto.
Un joven norirlandés entra a formar parte del IRA en 1978, uno de los momentos álgidos de los enfrentamientos entre los unionistas y los católicos (si se me permite la simplificación del conflicto). En un primer capítulo de manual, Dan, así se llama uno de nuestros protagonistas, es iniciado en las armas por dos viejos y resabiados combatientes. El contexto nos vendrá más adelante, pero se adivina que son tiempos muy duros para los jóvenes como él, y que el conflicto no hace más que recrudecerse.
Seis años más tarde, la semilla plantada en esta introducción germinará bastantes kilómetros al sur, concretamente en Brighton, Inglaterra. Dan, convertido en experto en explosivos, llega a la ciudad costera para preparar uno de los mayores atentados del IRA en suelo inglés, un ataque al corazón de los conservadores británicos durante la convención de su partido, con Margaret Thatcher a la cabeza. El suceso tendrá lugar en el Grand, un hotel de segunda categoría que no obstante tiene el honor de albergar la convención de los tories gracias, en parte, a los esfuerzos de su subdirector, Philip Finch, al que todos conocen como Moose.
Como se comprende rápido, El gran salto no es tanto la historia de aquel atentado y de la lucha en la que se amparaba sino un relato de trazo fino, casi hiperrealista, de las vidas de quienes orbitan el Grand en las tres semanas que transcurren entre que Dan planta la bomba y el día de la convención. Moose, un antiguo saltador de trampolín que, pasados los cuarenta, se siente un perdedor, toma la convención como su última oportunidad de hacer algo grande, de coger un tren que se escapó hace tiempo; Freya, su hija, vive confundida su último verano de adolescente y el primero como adulta, en lo que decide qué hacer con su vida y navega entre el descubrimiento y la decepción. El Capitán, Marina, el surfero John y por supuesto el propio Dan aparecen por las páginas de El gran salto para completar el cuadro de Jonathan Lee.
Enganchando con el primer párrafo, lo que más destaca de El gran salto es la brillante habilidad del autor Lee para escribir una historia balanceada, sin errores. Tiene múltiples caras, es tierna pero a la vez contundente, calmada y avasalladora por momentos, y en todos los momentos consigue un notable alto o un sobresaliente. No cae en la nostalgia ochentera, no se deja llevar hacia la novela de intriga ni deja que el par de tramas amorosas inclinen el libro al romance. En esa virtud y en su capacidad para dotar el conjunto de una prosa de alta calidad pero sin complicaciones está el principal valor de El gran salto.
Es cierto que hay que tener paciencia y tiempo con ella, porque no conviene leerla del tirón. Quizá desespere a quienes necesitan emociones más fuertes, y piensan que el atentado que se anuncia desde la página uno va a ofrecérselas. También a los que traten de encontrar una lectura profunda de la situación política y social del thatcherismo y del conflicto norirlandés. Pero para quienes busquen una lectura tranquila, una novela virtuosa de principio a fin con la que pasar una temporada, El gran salto resultará perfecta. A mí, por lo menos, me ha dejado con la sensación de ser de lo mejor que llevo leído este año.