El laberinto del mundo

El laberinto del mundo, Marguerite Yourcenar

El laberinto del mundo

Marguerite Yourcenar, además de ser una intelectual de primer orden, es una narradora sabia. Ambas características se aúnan en El laberinto del mundo, libro que compendia los tres que escribió no de memorias, sino de historia de sus antepasados, asumiendo el término en su sentido más amplio posible y no porque se remonte casi hasta los neandertales, sino porque el pasado que encontramos en estas páginas es el de todos nosotros. Aparece la intelectual porque el texto acoge algunas de sus reflexiones e inquietudes y, sobre todo, muestra su inabarcable cultura y su lúcida mirada, y se muestra la narradora sabia porque elige un tono premeditadamente distante que no sólo es muestra de respeto a las personas de las que habla y no juzga, sino que a la larga, y pese a que al principio puede resultar incómodo, es necesario aplaudir porque consigue que quienes pasean por estas páginas sean las personas que lo hicieron por este mundo, no las que sobrevivieron de forma más o menos fiel en los recuerdos de la autora.

Es un ejercicio difícil el de narrar el pasado, debió ser necesario un esfuerzo extraordinario para mantener el respeto a las personas que los autores generalmente reservan para los personajes, debió ser difícil no juzgar incluso ni aquello que le afectaba a ella misma. Por decir con sus palabras algo sobre el pasado: La vida pasada es una hoja seca, resquebrajada, sin savia ni clorofila, acribillada de agujeros, arañada con desgarraduras, que si ponemos a contraluz ofrece todo lo más la red esquelética de sus delgadas y quebradizas nerviaciones. Son necesarios ciertos aspectos para devolverle su aspecto carnoso y verde de hoja fresca, para restituir a los acontecimientos o a los incidentes esa plenitud que colma a quienes los viven y les impide imaginar otra cosa. Y Yourcenar reverdece esas hojas secas en las que, recuperados el verdor y la carnosidad escribe las vidas de unas personas que en ocasiones reconoce ajenas y en otras amadas, pero de tal forma, y en esto se le agradece la distancia (aparentemente brutal y tal vez por ello más efectiva desde un punto de vista narrativo cuando relata, por vez primera, la muerte de su madre, por ejemplo), que convierte al lector en testigo de unas escenas que de otra forma le causaría incomodidad presenciar por la intrusión en la intimidad que en ocasiones supone el saber que se trata de personas reales. Reconstruye escenas, diálogos, perspectivas, primeros planos o panorámicas de lo que fueron las vidas de sus familiares sin que uno conciba que una sola de esas palabras o una sola de esas situaciones no fueran dichas o vividas tal como, tantos años más tarde, fueron escritas.
Y leyendo en El laberinto del mundo sobre esas gentes de otro tiempo y otro espacio, uno aprende sobre sí mismo y sobre sus semejantes (era asimismo la víctima de un crimen que todos nosotros hemos cometido, al ser inocente que confiaba en nosotros y que no hemos sabido defender ni salvar), uno se asombra de la tan temprana como lúcida conciencia ecologista de la autora, uno admira que se pueda escribir a la vez desde la libertad y la independencia de criterio tanto como desde la honestidad intelectual, que tan a menudo se confunde con las ganas de epatar, consiguiendo al tiempo un resultado literariamente tan brillante. Porque poco a poco uno asiste a un catálogo, no completo aunque sí pleno, de las relaciones entre las personas, uno se emociona con las historias de amor y se inquieta con las aventuras que corren unos personajes tan ajenos a su cultura y a su tiempo como próximos, gracias a estas páginas, a su corazón. Puede resultar paradójico que incluso personas hacia las que la autora muestra no ya distancia sino cierto desarraigo, convertidas en personajes se conviertan en inolvidables, pero no lo es, esto es literatura y aunque trate de la vida, como siempre lo hace en una u otra medida, sigue siendo literatura y por tanto fiel a unas normas emocionales que son bien diferentes a las de la vida real.
A modo de patchwork, con retazos de la vida de otros obtenemos un retrato de la propia autora, que aparece por sí misma en contadas ocasiones, pero cuando lo hace es bajo las mismas condiciones de distancia y ecuanimidad que con el resto de los personajes. Y esa colcha de retazos, este laberinto del mundo, abraza más que abriga, es cálida y confortable, y uno se siente mejor tras presenciar el desfile de vidas que se adueñan de esas casi ochocientas páginas, porque, como queda dicho, cuando cierra el libro tiene la sensación de saber algo más sobre sus semejante y, sobre todo, sobre sí mismo.

 

Andrés Barrero
andres@librosyliteratura.es

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