El origen de la tristeza, de Pablo Ramos
Contra viento y marea. Crecemos a pesar de las circunstancias, a pesar de los obstáculos, nos vamos forjando en el calor de la batalla, cuando esas peleas son simples tiradas de piedras entre cuadrillas de dos barrios diferentes, pero lo hacemos y seguimos, adelante, como si el mañana nos esperara a la vuelta de la esquina, sudando tinta, conociendo el mundo y, por qué no decirlo, desconociéndolo cada vez más. Somos niños a los que el tiempo guarda un papel especial, ese que nos cuentan nuestros padres, pero en el que la hoja es movida por el viento y se escapa corriendo una maratón. Crecemos y acumulamos experiencias, las de verdad, las que perviven por mucho que nos intentemos olvidar de ellas. El origen de la tristeza es un viaje, pequeño pero no por eso menos intenso, por la infancia que se pierde por las grietas de una vida sin nombre propio, un nombre con minúscula de un niño cualquiera, como lo fuimos todos en algún punto de nuestro recuerdo. Porque en este viaje, en esto que es la vida, es esta continua batalla entre una de cal y otra de arena, nos convertimos en adultos que perdieron la mirada, la alegre mirada, de un niño que no tenía miedo a volar y a caerse después, como un Icaro real que se acercó demasiado al sol y cayó en picado. Somos como las plantas que alargan el tallo buscando la luz, buscando aquello que nos ilumine pero, que en ocasiones, no encontramos.
Tres momentos en la vida de Gabriel. Tres, como una tríada maldita, que nos llevará a entender la pérdida de la inocencia, el descubrimiento del mundo y los sinsabores de una vida que, a través de la amistad más pura, puede convertirse en una existencia llena de obstáculos.
Descubro El origen de la tristeza con estupor, con una especie de sorpresa aderezada con melancolía. Pero eso no significa que estemos ante una novela desmoralizante. Lo que aquí se nos muestra es la vida, quizá sería mejor hablar de Vida con mayúscula, de un niño que crece, que se adelanta a las manijas de un reloj demasiado doloroso, y que se hace adulto en el último punto y final, compartiendo con nosotros esos requiebros que nos depara el destino, a los que nos someten las aceras de un barrio cualquiera, en el que las persianas de los comercios se levantan y se cierran como anunciando que cada día es igual y diferente a la vez. Un grito sobre la infancia que acobarda a los lobos de los cuentos, a aquellos personajes de las lecturas infantiles, porque no hay mayor cuento que la vida, que la existencia, que el correr del minutero, que un fuego que se enciende y nos muestra el primer cigarro de nuestra vida. Esas experiencias, las de las primeras veces, las que se sostienen con las pinzas de una ropa sucia, son las que recorreremos con los ojos leyendo la novela de Pablo Ramos, un descubrimiento que lejos de dejarnos en la estacada, nos hace pensar en querer más de él, de su prosa, de la forma intensa de narrar y de imaginar.
Mi palabra, la que se escribe desde este teclado, surge de una mezcla entre emoción y razón. La combinación que expertos en la materia dicen que no pueden unirse, que discurren por canales diferentes. Quizá por eso, por esa separación de ambos conceptos, me es más fácil hablar de El origen de la tristeza con la verdad por delante, con las manos abiertas, mis palmas sudorosas por el calor de las calles por las que discurre Gabriel, nuestro protagonista. Vivo infinitas vidas dentro de los libros, las vivo y las interiorizo, ese siempre ha sido mi papel como lector. Así que no es de extrañar que haya instalado en mi cuerpo una sensación de aquella primera vez en que besé a alguien, aquel inicio en la amistad, en las decepciones que se sientan a comer y no se marchan hasta que el postre se ha acabado, en los invitados que se cruzan por las calles y que se quedan con nosotros, a ver pasar el tiempo, a ver sucederse la vida, porque Pablo Ramos es esa especie de narrador que ha observado, que ha sabido calar tan hondo que asusta pensar en cómo crecimos y después nos perdimos. Nos arrebatamos los placeres, peleamos con uñas y dientes por encontrarlos, y después, en ese basurero que es la costumbre, nos entregamos a todo aquello que nos sea favorables. Crecemos con miedos, con la experiencia de lo que queremos y no queremos hacer. Pero a veces la infancia perdida vuelve a primera plana y nuestra labor es reconciliarnos con ella. Hay que atender a las señales, leer este libro, para entender que cuando nos hacemos mayores jamás recuperaremos esa primera vez. Como consuelo, siempre nos quedará el recuerdo.