¿Recuerdas el primer disco o cedé que te regalaron? ¿O el primero que te compraste con tu propio dinero, (sí, el dinero de la paga también cuenta como propio)? ¿Qué canción sonaba cuando conociste a la primera chica a la que morreaste o cual es esa que aunque no entiendes la letra (ni falta que te hace) te eriza la piel y te obliga a cambiar de humor, te explota por dentro y te llena de energía? ¿O aquella que cada vez que escuchas te recuerda a cuando ibas los domingos al campo a comer con la familia? ¿O la primera canción que significó algo para ti, esa de la que estás convencido de que se escribió para ti y solo para ti? Seguro a que has respondido que sí a más de una pregunta.
La música es algo tan importante. Pero tan tan importante, que muchas veces no nos damos cuenta… Está siempre ahí. Toda la vida. Yo la necesito casi a diario. Aunque a veces solo sea como música de fondo, como acompañamiento mientras trabajo o escribo esto mismo (con la bso de La La Land, por cierto), y no le preste toda la atención necesaria. Nos acompaña en lo bueno y en lo malo, cada uno tiene sus gustos y su música para momentos de celebración, de tristeza, de fiesta… Cada uno se hace incluso sus cedés a la carta para oír en su casa, con sus amigos, en un viaje en coche…, y, en tiempos, había quien grababa cintas de casete a la chica que le molaba y con la que quería cambiar fluidos.
En busca de los discos perdidos es eso. Una carta de amor a la música y en concreto a lo que ella conlleva. A todo lo que vives, asocias y viene aparejado con ella. Pero es algo que va un paso más allá. Algo más excesivo. Imagina que por el motivo que sea necesitas pasta y al llegar la era del cedé, te deshaces de todos tus vinilos. Total, ¿para qué los quieres? Ocupan sitio y el cedé se oye mejor y necesita menos espacio. Y luego está el tocadiscos… otro tanto de lo mismo. Además, puedes conseguir la música por otros medios…
Pero llega un día en el que te haces mayor y te asalta la crisis de los cuarenta. Hay a quien le da por dejar a su mujer por otra más joven, otros se compran una Harley y una chupa de cuero y tú necesitas recuperar tus discos. Y no hablo de recuperar la música en formato vinilo, sino de recuperar exactamente aquellos discos que fueron tuyos, con sus rayadas, portadas desgastadas y con pintadas o números de teléfono. Los discos que fueron tuyos y no otros. Esos discos que pondrías en el tocadiscos y que has escuchado tantas veces que sabrías exactamente cuando viene el salto, el rayón. Porque escuchar la canción sin ese salto, no es lo mismo, no es una experiencia completa. Es como si esa canción no fuera ESA canción.
Esto es lo que nos va a contar Eric Spitznagel, quien, como un nuevo Don Quijote embarcado en una locura particularmente friqui visitará las escasas tiendas de discos que quedan, ferias de vinilos, pujará por eBay, se reencontrará con su primera novia veinticinco años después y hará casi todo lo necesario para recuperar no ya solo su música, sino su vida, pues si para un vampiro la sangre es la vida, para Eric la música es la vida en su extensión más amplia.
Todo el libro está plagado de reflexiones y recuerdos de infancia, juventud y adolescencia en los que la música fue un ingrediente primordial, que hace que comprender a Eric no sea ningún problema y que justifiquemos todo lo que siente y hace. ¿O a ti no te gustaría recuperar, por ejemplo, aquel muñeco de Ulises 31, o el de Dartacán, o la colección de cromos de coches? Y de hacerlo, te gustaría que fueran tus muñecos o tus cromos, no los de otra persona. Esto es igual, con el añadido de que la música se graba en el cerebro junto con las sensaciones, vivencias y emociones que sucedieron mientras sonaba.
“Conozco la manera correcta de sujetar un disco. Con la mano ahuecada, lo sostienes por los márgenes o por la galleta. En realidad, cuanto menos lo toques, mejor. Todo ese aceite que impregna tus manos es como ácido para el vinilo”.
Por otra parte, el lenguaje que usa es tan coloquial, tan cercano, que es como si estuvieras hablando con tus colegas sobre cualquier grupo de música, sentado en la hierba de un parque con un par de birras, o en la casa de cualquiera de ellos escuchando vuestra música. Lo único malo del libro es que la mayoría de los grupos de los que me habla me sean tan desconocidos, pero eso no deja de ser algo bueno también. Son grupos a descubrir. Vieja música que para mí va a ser nueva.
“Le concedes a la música nueva el beneficio de la duda, porque sabes que es posible que algo no te haga tilín hasta la cuarta, la quinceava* o incluso hasta la quincuagésimo segunda escucha. Tienes que permitir que la música conviva contigo durante un tiempo. Tienes que escucharla cuando no la estás realmente escuchando. Tiene que pillarte por sorpresa mientras estás haciendo cualquier otra cosa, hasta que finalmente empieza a confía en ti. Porque la música está viva, y desconfía de ti tanto como tú de ella.”
En busca de los discos perdidos es un ejercicio de nostalgia de alguien que no quiere desprenderse de su pasado, que quiere recuperarlo y sabe que los recuerdos son tanto más indelebles cuanto más están inscritos en el mundo físico. Un libro cargado emocional y musicalmente.
Un libro con el que todos a los que les guste la música se sentirán identificados en algún momento.
*así viene escrito, aunque lo correcto sería decimoquinta.