El poder evocador de Fahrenheit 451 continúa vigente más de medio siglo después de que Ray Bradbury la publicara por primera vez. Al igual que sucede con casi todas las distopías de su generación, hemos llegado a un futuro suficientemente lejano como para poder confrontar sus proyecciones con nuestra realidad, y el hecho de que se pueda seguir leyendo a pesar de ello significa que su mensaje tiene la potencia suficiente como para seguir emocionándonos. Y, por qué no decirlo, que su moraleja todavía es útil para las generaciones actuales.
Después de dos guerras recientes, el régimen totalitario que se muestra en Fahrenheit 451 mantiene la conciencia de su población anestesiada gracias a los entretenimientos de masas (televisión y deporte). Leer está prohibido y todas las obras que se encuentran son reducidas a cenizas, porque leer hace que las personas piensen y lleva a la infelicidad. La quema de libros, por tanto, es una actividad habitual que llevan a cabo los bomberos como Guy Montag, el protagonista. Un buen trabajo, socialmente apreciado y bien pagado, que le permite a él y a su mujer (Mildred) disponer de la mayoría de los aparatos tecnológicos de última generación con los que se mantienen conectados con sus amigos y familiares. Aunque eso no parece hacer demasiado feliz a Mildred, enfermiza, adicta a las pastillas, ni tampoco a Montag. Y en las dudas e incertidumbres del bombero respecto a la verdad detrás de la quema de libros y su juego de ocultación/persecución con el sistema encontramos, precisamente, el nudo de la novela.
Más allá del desarrollo narrativo, como digo, son el mensaje y su peculiar manera de expresarlo lo que mantiene la validez de Fahrenheit 451. El pensamiento crítico y el desarrollo de la imaginación son más necesarios que nunca para evitar el aborregamiento y el control por parte de los más poderosos. Además, las últimas generaciones que se criaron con los libros como reserva de cultura por encima de cualquier otra siguen considerando la quema de libros el mayor atentado posible al conocimiento, aunque haya que reconocer que muchos de los libros que se publican hoy en día podrían ser arrojados a una hoguera sin remordimientos.
La versión gráfica de Fahrenheit 451, bendecida por el propio Bradbury, viene de la mano de Tim Hamilton y está publicada en español por Debolsillo, después de un primer intento por parte de 451 Editores (ya desaparecida). A priori, el trazo de Hamilton le viene bien al texto de Bradbury: colores apagados, ferruginosos, que hablan de atmósferas cargadas y secretos a punto de arder. Consigue reflejar de manera fantástica, por un lado, el poder aniquilador del fuego, el terror de lo quemado, y, por otro, la angustia de Montag, al que retrata con profusión de primeros planos en contrapicado casi siempre plagados de sombras. Un personaje atribulado, atrapado entre dos visiones enfrentadas del mundo, que no quiere convertirse en héroe sino simplemente comprender lo que está pasando a su alrededor. Sin embargo, la falta de luminosidad que tan bien le viene a Montag influye en que el resto de personajes no destaquen en absoluto, quizá con la única excepción de Clarisse, la vecina ingeniosa y libérrima que le hace plantearse la vida más allá de las consignas. Aparte, la versión gráfica tira demasiado de elipsis e intuyo que eso puede dificultar la comprensión de la trama a cualquiera, si es que hay alguien, que se acerque a ella sin un conocimiento previo.
En cualquier caso se agradece muchísimo la nota introductoria y explicativa del propio Ray Bradbury, hecha ad hoc para la publicación original de este volumen. Y por supuesto la interpretación de Hamilton es mucho mejor, más fiel y conseguida que el intragable largometraje que HBO perpetró hace unos meses.
Así que, en definitiva, este 451 gráfico resulta correcto, sirve para acercar la obra a otros públicos y, nunca mejor dicho, para que la llama de los libros continúe flameando.
Suficiente, al menos para mí, en los tiempos que corren.
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