¿De cuántas mentiras está hecha la realidad en la que vivimos? ¿Quién es realmente de verdad y quién impostado? ¿Cómo llegar a saberlo? ¿Es nuestra propia vida, somos nosotros y todo lo que le ofrecemos a los demás un patético y gigantesco fake? ¿Qué es verdad de todo el ruido que nos llega? ¿Cuántas verdades hay en realidad? ¿Una sola? ¿Qué es la verdad? ¿Existe realmente? ¿Y dónde nace? ¿Qué nivel de mentira estamos dispuestos a admitir y por qué? ¿Es la ficción literaria la única forma de construcción de realidades de la que podemos fiarnos, la única que podemos controlar? Sí, lo sé. Así de trastornado se queda uno con esta maravilla de libro…
Y es que leer La cadena fácil es un viaje alucinógeno (y vertiginoso) por éstas y otras cuestiones similares que Evan Dara, ese misterioso autor norteamericano que reside en Europa (¿o era justo al revés?) va presentándonos a lo largo de sus quinientas hipnóticas páginas, con un estilo vanguardista verdaderamente radical que necesitará de una atención y un interés verdadero por parte del lector que se anime con ella. No obstante, si es usted uno de esos a los que le ponen las lecturas arriesgadas (nunca diré “difíciles”), le aseguro que el disfrute será nivel (completar la frase en horario no infantil).
La cadena fácil es una especie de caótico mural satírico del siglo XXI, una visión del mundo capitalista (¡y del poder del marketing!) muy particular, tanto en el fondo como en la forma en la que se nos presenta. Entre sus muchas caras y lecturas poliédricas, yo me quedo con esta, que rebotó como un mantra en mi cabeza durante toda la lectura y que Dara nos hace llegar utilizando recursos estilísticos tan experimentales y arriesgados que consiguen afianzar y potencian aún más el mensaje: una reflexión profunda, burlona pero culta sobre la mentira en la que hemos edificado nuestra vida social y económica, sobre la infinidad de caras que tiene esa mentira y nuestra incapacidad para conocer la Verdad de todo esto que llamamos “realidad” e incluso de lo que somos cada uno de nosotros dentro de ese concepto.
Y para adentrarnos en este tema tan fascinante, tenemos a un personaje principal, Lincoln Selwyn, que aterriza un buen día en Chicago procedente de Holanda y que acabará convertido en uno de los hombres de negocios más conocidos de la ciudad, una de las personalidades más admiradas por los que le conocieron y le trataron en algún momento de su vida. Lujo, contactos, negocios, dinero que llama a dinero, fiestas con champán, prensa rosa, chicas y todo eso. Selwyn tiene también un interés particular: encontrar a su tía, que realizó el mismo viaje que él hace ya muchos años y de esta forma conocer también su propia verdad y la de su madre alcohólica o drogadicta.
Pero, sinceramente, me queda hablarle de lo mejor de La cadena fácil. Porque lo mejor, más allá de un argumento tan original y rompedor como el que nos presenta la novela es, como siempre, el estilo. La forma. Un estilo que, sin ninguna duda, bebe de las fuentes del postmodernismo norteamericano de la segunda mitad del siglo XX y más concretamente, de mi admirado William Gaddis. Porque durante la primera parte de la novela nos encontramos con un montón de voces anónimas que, de una forma coral (y torrencial), nos van dibujando poco a poco el personaje de Selwyn (o puede que una imagen falsa del mismo) y de todas sus andanzas. Evan Dara utiliza comentarios informales, diálogos nada ortodoxos que casi siempre aparecen mezclados los unos con los otros o entrecortados al más puro estilo Jota Erre ó Los reconocimientos. De esta forma, el autor nos invita a inferir, a “trabajarnos” una reconstrucción de los hechos, a crear nuestra propia verdad sobre quién es en realidad Lincoln Selwyn y nos mete de lleno en un corrillo de voces alucinatorio y magistralmente engarzado que ocupa ni más ni menos que la mitad de las páginas del libro (recuerden, doscientas cincuenta por las dos caras)
Después, la novela se desborda por completo. Diez o doce páginas en blanco (que sí, totalmente en blanco, ¿qué pasa?) nos avisan de que se avecina un giro, quizá una elipsis, que algo ha cambiado, en definitiva. Comienza el segundo acto: Lincoln Selwyn se ha esfumado sin dejar rastro y toda esta segunda parte (más difusa y maravillosamente desconcertante como le digo) es un torrente de recursos para seguirle la pista. Correos electrónicos de una periodista sin escrúpulos que busca el reportaje del año, nuevos diálogos, estos de personajes siniestros y sin escrúpulos que buscan ajustar cuentas con Selwyn, varias subtramas en forma de historias breves, hilarantes y satíricas (algunas, incluso, cercanas al ensayo), reflexiones de una camarera en algún punto de Amsterdam para mostrarnos con su mirada observadora un leve atisbo de Selwyn, narradores omniscientes y, por si no tuviéramos bastante, páginas y más páginas de pensamientos repetitivos en formato poema (por darle un nombre que ayude) y que salen de la cabeza de un Selwyn fantasmal que ya no nos parece lo que nos parecía al principio y que nos recuerdan a ciertos escritos de tipo surrealista que rozan (casi) la escritura automática. En definitiva, una delicia artística para paladares exquisitos que, siguiendo el concepto postmoderno de la Entropía, llena de equilibrio y de sentido el caos imperante en el texto y ya de paso, y nos da la medida del mundo que habitamos.
Evan Dara satiriza con inteligencia y erudición la sociedad capitalista y consumista en la que flotamos todos, junto a la basura (orgánica e inorgánica) que generamos. La economía, el marketing, los negocios, la política, la vida social, los medios de comunicación, la familia, la educación, la psicología, el amor, el sexo… Todo está aquí, pero todo puede que sea mentira.
Estamos, sin duda, ante una de las más fascinantes novelas que podrá leer en muchos años y esto, se lo juro, no es ningún fake. Si usted decide comprobarlo, quizás algún día la cadena de la que todos somos miembros, ya no sea tan fácil. Y si no, hágale caso a Selwyn y “salga echando ostias de aquí”.