La cámara sangrienta, de Angela Carter
Ilustrado por Alejandra Acosta
Fascinación. Once letras que guardan demasiado, que lo guardan todo, que disfrazan cualquier obra con una pátina de adicción, de poderío que arraiga en la tierra, que nutre los cuerpos enraizándolos con las páginas, con las imágenes que a veces acompañan los textos, con el placer de verse inmerso en mundos divididos por el bien y el mal. Y los cuentos de siempre, los que manejábamos e ideábamos, los que nos contaban o ahora contamos, los que navegan por el mar de la inocencia y nos persiguen hasta la edad adulta, la vejez, ese momento en el que nos convertimos en seres de tres piernas, ayudados por el bastón que guarda todas las experiencias vividas. La cámara sangrienta no es un cuento, son muchos, pero no son los de siempre, porque en realidad estamos ante un tesoro, ante una de esas obras que marcan, que crean heridas que no cicatrizan, que sangran pero nos dan la vida, porque la lectura a veces duele, pero también nos gusta, porque en el dolor de algunos pinchazos, de algunos viajes rodeados de personajes mágicos, nos encontramos ante un nuevo papel que jamás nos habíamos encontrado. Ser, no estar, sólo ser, espectadores de auténtico lujo de narraciones convertidas en épicas hace tiempo, compuestas en un idioma extranjero que nos llegan traducidas en toda su inmensidad, en todo el esplendor que se encuentra siempre hasta en lo más oscuro. Vivir, pero no sólo respirando, también leyendo, porque nunca fueron necesarios los puntos finales. Nosotros los convertimos en nuevos comienzos. Y pensar, siempre entender, que cuando la vida se bifurca y nos lleva por parajes desiertos, hay momentos que no podrán reemplazarse como, por ejemplo, el de abrir por primera vez un libro como este.
La cámara sangrienta se editó, originariamente, en 1979. Hoy vuelve a nuestras manos, como si fuera un juego del destino que no podemos sortear. Angela Carter, que despereza hasta el más dormido de los mortales, contribuye con estas narraciones, con este compendio de cuentos, a ensalzar las tradiciones orales de cuentos de hadas, de cuentos de niño, componiendo una nueva historia en tono adulto que refleja que es imposible que pase el tiempo por lo que nos cuenta. Porque en realidad, las generaciones siempre acaban unidas, siempre acaban unidos por las mismas lecturas. Si yo hablara ahora de El gato con botas o de La Bella y la Bestia, seguro que a más de uno se les vendría a la mente muchas de las historias que escuchó o vio cuando era pequeño. Pero aunque estas dos historias, entre otras, aparezcan en este libro, ninguno podrá decir que lo que está leyendo es lo que recuerda. Sexto Piso se marca una lectura obligatoria que, página a página, demuestra que la autora puso el empeño en hacernos comprender que una nueva visión a algo ya conocido puede ser esa novedad que necesitábamos para disfrutar de nuevo. En el fondo es como volver a ser niños, pero con todas nuestras experiencias en la espalda, en la mochila de lo placentero, lo erótico, lo tabú que no es pronunciado nunca, sólo dibujado en un borrador que transformará el relato en una obra maestra, en un cuadro que se quedará en la exposición permanente de cualquiera de los museos de nuestras propias estanterías.
Y si el arte está plagado de genios, de personas que con un talento nato transforman un texto en una auténtica experiencia que llena todos los sentidos, ahora tenemos entre nosotros a Alejandra Acosta, que dibuja para nosotros, que dedica su don para agradecernos la vista, para crearnos esa especie de escalofrío al observar sus láminas, su arte, su reconocido prestigio en este mundo de la ilustración, de la imagen callada que lo dice todo, del sutil dibujo que tras horas de labor se convierte en algo más, no sabría describirlo, pero desde luego es algo más. Un ejercicio de maestría, de luz entre tanto oscuridad, de vivencias intensas frente a tanta laxitud. Combinar este arte con La cámara sangrienta y unirlo además a una autora como Angela Carter es convertir todo esto en un triángulo equilátero, en tres lados perfectos e iguales que no permiten que ningún error traspase el texto, las imágenes, los ojos, y consientan que nos metamos como invitados deseados en un mundo que, aunque conocido, deja de serlo. Esto no es igual a los cuentos de hadas, esto no se parece a aquellas narraciones con las que nuestros ojos empezaban a descansar, porque tras estos relatos se encuentra la osadía de querer dejarnos despiertos para siempre, para toda la eternidad, como esos personajes que permanecieron para siempre en el recuerdo de todas las generaciones.