La casa de Riverton, de Kate Morton
El tiempo, rodeado de secretos, corroe las piedras más grandes. Como si fuera las olas del mar que rompen en los peñascos de un acantilado, erosiona nuestra mente y el cuerpo se resiente, como si el ejercicio nos hubiera dejado extenuados, cansados hasta el hartazgo, mientras nuestra garganta implora sacar a la luz aquellas palabras que se han quedado anquilosadas en las cuerdas vocales. Es entonces, como en un juego macabro del destino, cuando la realidad nos pone en evidencia, nos abre las compuertas del alma, y sacamos a la luz aquello que llevábamos guardando durante años. Los recuerdos, las imágenes que mantenemos vivas en nuestra mente, como si fueran grietas de una casa, del hogar que nos vio nacer y morir, se agolpan llenando los huecos que como en “La casa de Riverton” ahogan sus gritos y descubren sus secretos como si fueran la caja de Pandora que, nadie, está dispuesto a abrir.
Grace ha guardado un secreto toda su vida sobre lo que sucedió en la casa de Riverton. Un secreto que, acuciado por una película sobre los hechos que ocurrieron años atrás, saldrá a la luz para desestructurar la vida de Grace y de todo el mundo que le rodea. Porque los secretos que salen de la oscuridad son como balas que se apuntan directamente a la cabeza.
Hay una sensación extraña que se me ha quedado al leer “La casa de Riverton”. Una sensación como si alguien muy cercano a mí se hubiera despedido, como si un alma a la que me siento muy unido me hubiera dicho adiós y yo no hubiera podido hacer nada por evitarlo. Kate Morton ha contribuido a hacerme sentir especial al leer su historia, a llevarme a una parte del siglo XX en el que los bailes y el amor son una parte esencial en los secretos que se tejen tras las cortinas de una familia. Y es que el sentimiento que inunda toda esta historia, la vida de una Grace joven y una Grace anciana no es el amor, o al menos no sólo. La vida de mi Grace, porque ya es parte de mí, es como una nube de remordimiento, de los recuerdos de toda una vida, de un retrato de los silencios que se mezcla con el olor de las labores de una doncella. Y, a lo lejos, o cerca, muy muy cerca, se encuentra “La casa de Riverton”, un edificio al que siempre se vuelve, del que se escapa sin mirar atrás, para después, cuando el tiempo se posa en nuestro cuerpo como la arena estancada de un desierto, volver al interior de sus paredes para seguir guardando secretos y mentiras que, como si fueran los momentos de un moribundo, esperan al último momento para explotar en la cara de todos nosotros. Es un juego, un juego infantil de esos que tienen consecuencias de adultos. Y es una historia de amor que traspasa los límites de lo que se puede contar, de lo que se puede sentir, de lo que nos está permitido tener en nuestro interior.
Kate Morton desplegó todo su arte, no se puede llamar de otra forma lo que acontece en esta historia, como si fuera una tejedora de historias perfeccionista, que necesita que todas las puntadas salgan claras, sin ningún error, sin fallos en la tela ni en el hilo que la cruza. “La casa de Riverton” es una historia clásica, es como un collar de cuentas unidas por las palabras, rico en detalles, menos directo que “Las horas distantes” pero más certero. Es una vida que busca su hueco en el corazón de los lectores, de la vida, del cuerpo entero.
Porque, ¿si una historia consigue hacernos cómplices de los secretos, acaso es descabellado pensar que cuando se descubren, tu corazón se vea golpeado con una maza? ¿Y si tu corazón llora, no es lógico que nuestros ojos también lo hagan? Bienvenidos, todos, a “La casa de Riverton”.