Reseña del libro “La casa eterna”, de Yuri Slezkine
No es el nombre lo único ruso que tiene Yuri Slezkine, y no me refiero a sus orígenes o al tema de sus obras sino a esa vocación tan de clásico ruso de abarcarlo todo. No a hablar de ello, sino a entenderlo y explicarlo y no solo los hechos históricos, sino también a las personas que los protagonizaron. Y por protagonizar no me refiero únicamente a liderarlos o a jugar un papel fundamental, que también, sino a todos aquellos que los vivieron cuya experiencia personal pueda resultar significativa. Si tuviera que destacar una fortaleza de La casa eterna no sería por tanto su apabullante documentación ni el extraordinario conocimiento que exhibe el autor de una época y unos acontecimientos cruciales en la historia moderna de la humanidad: la revolución rusa y el devenir de la Unión Soviética, y me cuesta decir eso porque es ciertamente meritoria, sino la dimensión psicológica que, en la mejor tradición tolstoiana, demuestra el autor en todo momento.
Desde la gestación de la revolución hasta la muerte del sistema que nació de ella, el autor nos muestra en La casa eterna los hechos históricos, sus análisis, el arte y la literatura propios de la época y la experiencia vital de una serie de personajes que desfilan por sus páginas, algunos fugazmente y otros de una forma más constante que explica aquellos acontecimientos tanto o más que los interesantísimos análisis históricos que se detallan. Simpatizo mucho con la idea de que para entender una época hay que conocer a quienes la vivieron, esa forma de exponer la historia que tanto y tan bien ha practicado Orlando Figes y que convierte el ensayo histórico en una experiencia literaria de ritmo y emoción propios de la ficción. Es probable que Figes tenga un mayor don natural para la narración, que sus libros sean más fluidos, Slezkine usa un tono que podríamos calificar como más académico, sin embargo las obras de ambos se leen con un interés similar porque aportan tanto que convierten su lectura en una experiencia hipnótica.
Utiliza Slezkine en La casa eterna un hilo conductor muy acertado, La Casa del Gobierno, una edificación faraónica en la que vivía una parte muy importante de la jerarquía del partido y cuya construcción, uso y declive son una acertada metáfora de la vida soviética. Además es todo un hallazgo literario (uno que desarrolló Yuri Trifónov, que es una de las muchas promesas de lectura que nacen de estas páginas), un escenario extraordinariamente fértil para la novela.
Desde el análisis de la evolución bolchevique bajo la óptica de una secta milenarista a la descripción de la vida cotidiana, de la política, la represión y muy especialmente el análisis literario, La casa eterna es una obra extraordinaria, tanto por su ambición como por su calidad y si acaso tiene un contra es precisamente derivado de sus colosales dimensiones: no todos los momentos son buenos para afrontar la lectura de una obra compleja de más de mil seiscientas páginas, así que les recomiendo que la lean cuando le puedan prestar la atención que merece. A mí me queda una cierta frustración porque siento que no le he sacado todo el partido que podría haberle sacado si lo hubiese leído en otro momento más sereno. Pero sea como sea merece la pena, si está uno interesado en esa época me atrevería a decir que se trata de un libro imprescindible.
Es una obra tan amplia que no me atrevería a intentar destacar las ideas o los personajes más relevantes, el objetivo de esta reseña no es analizar la obra sino compartir con quienes la lean la admiración que me ha provocado, pero sí que me atrevo a hablar de una idea que me ha resultado especialmente querida no por importante o nueva, sino porque con toda su seriedad académica y sus implicaciones históricas, en realidad encierra una gran belleza, o a mi me lo parece. Cuando el autor analiza la desintegración de la revolución, devorada por los hijos de quienes la protagonizaron, quienes perdieron la fe de sus padres, expone una serie de causas como las promesas incumplidas, el terror, las condiciones de vida, pero la que me ha resultado especialmente emocionante ha sido la posibilidad de que uno de los motivos que desencadenases esa pérdida de fe fuese la literatura, los clásicos que leyeron los hijos que les sirvieron para imaginar y desear una vida mejor. Que una de las herramientas principales del desmantelamiento de un sistema que causó tanto dolor fueran Tolstói, Dostoievski, Pushkin o Dickens me parece tan hermosa que no podía dejar de compartirla.
Andrés Barrero
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