Hay personas tan inteligentes, directas y honestas que es irremediable sentarse a escucharlas cuando hablan. Y no para aprender de sus palabras, que también, sino porque nos hacen reflexionar, mirar a nuestro alrededor con nuevos ojos, teniendo en cuenta puntos de vista que antes ni siquiera sabíamos que existían, y sacar nuestras propias conclusiones.
Chimamanda Ngozi Adichie es una de esas personas. Yo la descubrí con Querida Iljeawele. Cómo educar en el feminismo, una lúcida carta que todos deberíamos leer en algún momento para tener claro qué es el feminismo y por qué hay que aspirar a él. Quedé tan fascinada con su elocuencia que, cuando vi que la editorial Literatura Random House publicaba el resto de sus obras en una edición limitada, me abalancé sobre ellas; concretamente, sobre sus tres novelas: La flor púrpura, Medio sol amarillo y Americanah. Ya conocía a la Chimamanda divulgadora, ahora quería descubrir a la Chimamanda novelista.
Pero empecemos por el principio, en esta reseña os hablaré de La flor púrpura, su primera novela, galardonada con el Commenwealth Writers’ Prize or Best First Book y con el Hurston/Wright Legacy Award, ni más ni menos. En este libro, Chimamanda Ngozi Adichie nos cuenta la historia de dos hermanos, Kambili y Jaja, hijos de Eugene, director del periódico que critica abiertamente la corrupción y represión del gobierno nigeriano, y benefactor de aquellos niños que no tienen medios para seguir estudiando. Reconocido de puertas para afuera por su gran labor política y social y por ser uno de los defensores más activos de los derechos humanos en su país, dentro de su hogar tiene sometidos a su mujer y a sus hijos bajo una inflexible moral religiosa. Por eso, aunque Kambili y Jaja tienen una vida llena de privilegios económicos y buena reputación, su día a día es amargo. Pero no son conscientes de ello hasta que pasan una temporada con su tía Ifeoma y sus primos, una familia que se sobrepone a las carencias con amor, confianza, comprensión y risas.
Mediante la temerosa voz de Kambili, esta novela muestra los contrastes y conflictos internos tanto personales como de la sociedad en su conjunto, plasmando temas complejos, extrapolables a otros países y a otros tiempos: la represión (estatal y familiar) y el despertar de la adolescencia hacia la vida adulta a través de la construcción de la libertad y de la identidad propias. Y pese a las capas y capas de profundidad que subyacen, su lectura es sencilla; a veces dura, sí, pero llena de ternura. Eso se debe a la capacidad narrativa de Chimamanda Ngozi Adichie, que representa esas complicadas realidades a través de la cotidianidad de sus personajes, siempre bien perfilados y creíbles. Y con sus historias derriba nuestros prejuicios y llega a nuestro corazón sin necesidad de recursos maniqueos y sin pretensión alguna de aleccionarnos. Porque Chimamanda Ngozi Adichie abre el camino a la reflexión, pero no nos marca la senda.
Si la Chimamanda divulgadora habla, yo escucho. Si la Chimamanda novelista escribe, yo la leo. Porque tiene el poder de la palabra, con el que nos incomoda, nos emociona, nos despierta. Hacen falta más escritoras como ella en la literatura. Hacen falta más personas como ella en el mundo.
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