Más o menos en la época en la que Sergio del Molino terminaba su adolescencia, Ray Loriga escribía en “Tokio ya no nos quiere” aquello de que “la memoria es el perro más estúpido, le lanzas un palo y te trae cualquier cosa”. No creo que Sergio lo leyera en aquel momento, porque las referencias que cita se encuentran bastante alejadas de Loriga, pero si lo hizo podríamos pensar que en La mirada de los peces pasa el tiempo tratando de llevarle la contraria al Ray de finales del siglo pasado, el tiempo al que salta y del que salta La mirada de los peces. Este último y muy esperado libro, después de La España vacía y La hora violeta, llega cargado de memoria precisamente. Pero una memoria ordenada y obediente, una memoria que va al grano, concisa y relevante. La mirada de los peces revisa su propia adolescencia (y la de muchos entre los treinta y los cuarenta) a partir de un acontecimiento singular y actual: uno de sus profesores de aquella época, Antonio Aramayona, se pone en contacto con él para anunciarle que ha decidido suicidarse y para pedirle ayuda durante los preparativos. Aramayona no es un profesor cualquiera, es un revolucionario, el reivindicativo docente carne de inspección educativa, como lo define muchas veces el autor, empeñado en hacer a los alumnos pensar, más que memorizar. Alguien que, además, en sus últimos años se convierte en un símbolo de la lucha contra los recortes educativos, a pesar de tener graves problemas de salud.
Su petición devuelve a Sergio del Molino a su barrio y a su instituto, convertido en una especie de gloria local, el alumno que ha triunfado con la literatura donde nadie saca la cabeza más que para volver a meterla bajo los escombros. Entre el ruido que rodea el suicidio planeado de Aramayona, el autor no se recrea en tratar de mostrar cómo ha llegado de un punto a otro, sino que regresa directamente a la raíz para poner la lupa sobre ella y hacer una instantánea muy acertada de la adolescencia pretendidamente rebelde de los noventa. La que no hacía más que pelearse con sus padres y ahora solo ansía gozar de la misma vida que tenían ellos, la de los conciertos y las drogas blandas como mayor elemento subversivo. Esta zambullida en el recuerdo se arropa con varios temas de calado que ocupan las páginas del libro: cómo ser sinceros con nuestra propia memoria o cómo nos enfrentamos a nuestras convicciones cuando son puestas a prueba de verdad, al límite.
Así como en La hora violeta conseguía mantener un equilibrio dificilísimo que le impedía caer en la sensiblería y la lágrima fácil, en La mirada de los peces vuelve a demostrar Sergio del Molino que lo suyo es caminar en el alambre sin caer al vacío, y en este caso no se deja arrastrar hacia un texto nostálgico y ñoño. De nuevo a medio camino entre la autoficción y el reportaje, hay que reconocer que tiene una habilidad singular para que lo que le ocurre, que nunca ponemos en duda como lectores, se convierta en una materia narrativa de primera clase. Otro de los puntos a su favor es que la mirada hacia el profesor está llena de aristas, contradicciones y puntos negros, alejado, como él mismo dice, del mar de hagiografías que rodea su muerte.
Entre el presente de Aramayona y el pasado del autor, el texto salta hacia delante y hacia atrás continuamente. No cae en el desorden, pero sí pierde cierta tensión narrativa que sí conseguía en La hora violeta, donde a pesar de que el final era conocido se tensaba la cuerda continuamente mientras se avanzaba. Por tanto, aunque su prosa sigue siendo excelente y se pasan las páginas con gusto, entra cierto hastío hacia la mitad del libro, cierta sensación de que casi todo lo importante ha quedado ya dicho, que los temas importantes del libro han quedado establecidos y lo que resta es una reflexión interesante pero ninguna sorpresa.
Más allá de esto último se puede afirmar que Sergio del Molino mantiene el rumbo que llevaba pero no se hace repetitivo. Lejos del diez, La mirada de los peces queda como el típico examen con buena nota que ya esperábamos de un alumno de sobresaliente.