Reseña del libro “La ventana”, de Isabel Alba
«Quizá dibujaría un pájaro, el petirrojo que ahora la mira desde el otro lado del cristal de la ventana, el sonido de las gotas que caían del grifo estropeado de su baño (¿cómo se pinta un sonido?) o el olor picante de su café (¿cómo se pinta un olor?). O el tacto de su mano un tanto áspero (¿cómo se pinta una sensación?) o el brillo de su pelo oscuro y corto (eso sí podría pintarlo, aunque nunca sería como fue). No. Quizá no. Quizá mejor no pintar nada. No se puede pintar una ausencia. Un vacío. Un hueco en el corazón».
¿Cuántas veces, una ventana, ha significado puerta de entrada y de salida? ¿Cuántas veces ha sido el espejo por donde mirar, observar? ¿Cuántas veces, a lo largo de la historia del arte, la ventana, con sus alféizares, ha sido sinónimo de miradas indiscretas, de vuelos de la imaginación, de contar una historia dentro de la propia historia?
En La ventana (Acantilado, 2022), Isabel Alba crea un canto en medio de una pandemia, un relato triste, a veces asfixiante, sobre como el coronavirus afectó a su protagonista, que no tiene nombre, pero se sobreentiende que no le hace falta. En la brevedad de unas páginas que, aun así, consiguen desprender luz, asistimos a un juego de exterior e interior que recuerda muy bien aquellos largos confinamientos, aquella larga incertidumbre. Hay un aire de voyeur, de culpabilidad, que impregna el diario en el cual, la chica sin nombre y de treinta y ocho años, se nos presenta.
La escritura lúcida de la autora se encara con las preguntas que atacan cada vértebra del relato, con las respuestas que permanecen en silencio. Como te quedas sin trabajo siendo autónoma, como te quedas sin el contacto humano a excepción del virtual, como reduces tu mundo a las paredes de tu casa, a una relación violenta con el vecindario. Como te quedas sin nada, solamente con el miedo, y la ventana, y una sensación de ahogo que las mascarillas y las noticias de Twitter no hacen más que acrecentar.
A la protagonista del libro, que no tiene nombre, pero no le hace falta, se le muere la pareja, aquella de la voz que la hacía sentir como en casa, aquella con quién se conocieron en una papelería y le hizo comprender el amor adulto, el que es antónimo de sobresaltos, el que va de la mano de la calma. Y esta muerte, que arrastra hasta el final, hasta la última página, determina la relación con una pandemia que la dejó sin nada, hasta la dejó sin poder volver a la casa de su infancia, la de su pueblo, y solamente la provee de ganas de esconderse en casa, sin interacción, y de extremar unas medidas de soledad que, antes del 2020, en la vieja normalidad, ya empezaban a estar presentes en ella.
La ventana, esta ventana abierta al mundo, que nos ofrece el relato, en tercera persona, pero con una narradora que conoce todo aquello que narra, de alguien a quién la pandemia tocó la piel. Nos cuenta que, cuando todo se disuelve, y nada resta, los únicos supervivientes terminan siendo los recuerdos, las voces almacenadas en los audios de WhatsApp y que ya no están, pero, todavía, tienen aquel poder que poseen algunas de ellas, de hacerte sentir protegida.
La escritura de Isabel Alba es fragmentaria, así como lo fueron los confinamientos y las precauciones, y se unifica con la descripción de las ilustraciones que ya no crea la protagonista pero que terminan siendo esenciales para su retorno a la vida. Hecha de recuerdos, de momentos de un período que hemos aprendido a identificar, La ventana, seguramente por la connotación de apertura que posee, te hace revivir un tiempo, coloca palabras a unas muertes y da sentido a las voces, todas las voces, para acompañarlas de un mensaje. Respira.