Cuando se trata de leer no hago ascos a nada. No importa el género literario, siempre y cuando la historia sea buena. Una historia robusta y cargada de personajes memorables para mí lo es todo. Pero debo confesar que desde pequeñito he mantenido un apasionante idilio con la fantasía. Mi nariz tarde o temprano siempre acababa (y aún acaba) metida entre las páginas de libros en los que se describían lugares increíbles habitados por seres que iban más allá de toda imaginación. A medida que crecía, que maduraba (o lo intentaba), me di cuenta de que la realidad que me rodeaba no era de color de rosa, sino que había muchos tonos ocres. Asimismo, de forma gradual, ocurrió con el género fantástico. Los héroes ahora ya no son hombres bondadosos que jamás pierden una batalla. Pierden y mueren. Las princesas no buscan un príncipe azul con el que casarse, sino que libran sus propias batallas. ¡Y qué batallas! Los magos honestos, que visten túnica con runas ininteligibles bordadas en ella, escasean. Y no todos los bárbaros son seres despreciables carentes de compasión. “Lealtad, deber, orgullo, honor; todos esos conceptos están pasados de moda”. No todos los buenos sobreviven. Ni todos los malos mueren. No todos los buenos son tan buenos, ni todos los malos son tan malos. Entre el blanco y el negro existe el gris. Pero hay autores, como Joe Abercrombie, a quienes les gusta el gris oscuro. Muy, pero que muy oscuro.
El libro La voz de las espadas de Joe Abercrombie es una muestra clara (al igual que lo es la saga Canción de hielo y fuego escrita por George R.R. Martin) de que la fantasía se ha vuelto menos pudorosa a la hora de mostrar mundos repletos de personajes de moralidad bastante disoluta. “Lo que cuentan son los jugadores, no las cartas”. Midderland es uno de esos lugares, además de ser el mundo en el que transcurren los hechos narrados en la trilogía de La primera ley. Es un lugar ficticio y legendario, como dictan las normas, pero bastante lóbrego. No, Midderland no es la Tierra Media. No es ese lugar que nos describió Tolkien en donde los héroes habitaban verdes praderas o ciudades blancas y los villanos lugares recónditos, oscuros y pestilentes. Midderland es un anárquico revoltijo de matices en donde los que obran de forma correcta y los que se comportan de forma execrable se confunden, conviviendo en un mundo que se desangra por un sinfín de guerras interminables. Si bien es cierto que la narración no empieza siendo tan tenebrosa la historia vira, a medida que avanza, tomando un cariz más oscuro; haciendo todavía más patente el contraste con esas ciudades que parecen bellas e impolutas, pobladas por ciudadanos que fingen gozar de una ética intachable. Pero en las sucias tripas de tales poblaciones aguardan lugares sórdidos. Allí se llevan a cabo todo tipo de muertes, asesinatos y torturas. Éstas últimas, obra de La Inquisición y, en especial, llevadas a cabo por su inquisidor estrella: San dan Glokta. Antaño fue campeón de esgrima, tras pasar por las cárceles del enemigo se convirtió (a la fuerza) en un cínico tullido. Las mejores frases, y pensamientos, son para este personaje. A mi parecer, y tal vez algunos pongan el grito en el cielo por lo que voy a decir, Golkta no tiene nada que envidiarle a Tyrion Lannister; absolutamente nada. Las escenas en las que Glokta extrae información con sus ingeniosos aunque brutales métodos son narradas con especial crudeza y de forma explícita, así como algunas de las pocas pero frenéticas batallas que se dan a lo largo del libro. “Cada cual sirve al rey a su manera”. Igual de gráficas son las descripciones de los dolores que atormentan el cuerpo de Golkta: son tan detalladas que, para alguien con un poco de hipocondría (como yo, por ejemplo) resultan poco menos que una putada. ¡Qué caprichosa es la mente cuando el que habla es tan preciso! Por si todavía no te había quedado claro, La voz de las espadas no es una novela apta para todos los públicos. Jezal dan Luthar, un niño rico que en vez de llevar a cabo sus tareas de capitán y de entrenar para el certamen de esgrima prefiere pasarse el día jugando a cartas con sus amigos y emborrachándose, y Nuevededos, el bárbaro que empieza a estar harto de la lucha, son los otros dos protagonistas que encabezan una lista de personajes en donde abunda la variedad. Personajes espléndidos, de notable profundidad y con personalidades repletas de luces y sombras.
Joe Abercrombie no solo pone especial mimo en moldear todo tipo de personajes, además urde, de forma lenta, una trama que poco a poco va apoderándose de toda la atención del lector. Su narración es pausada, sin ningún tipo de prisa, es como un jugador de ajedrez preparando el terreno de juego: saca el tablero, coloca las piezas y empieza a mover algunos peones de forma estratégica. Lento pero seguro. Es una táctica tan arriesgada como osada, ya que esa serenidad a la hora de narrar, mal ejecutada, podría llevar al tedio. Nada más lejos de la realidad, pues la táctica da sus frutos y no tardarás mucho en descubrirte devorando páginas sin parar.
Tras leer La voz de las espadas se pone de manifiesto que Midderland no es un lugar idílico para vivir, ni para disfrutar de unas vacaciones, ni siquiera para pasar un fin de semana; aun así necesito volver. “¿Por qué lo hago? ¿Por qué?”. Necesito saber qué pasará con sus habitantes, cómo transcurrirán esas guerras y quién sobrevivirá a éstas. Necesito volver a sufrir, reír, enamorarme, luchar… Ansío volver a Midderland, a pesar de sus peligros, la corta esperanza de vida y las tenebrosas conspiraciones. Para ello, para volver a esas vastas tierras repletas de misterio y magia, no hay mejor forma que continuar con la aventura y embarcarse, sin miramientos y con arrojo, con destino hacia el siguiente volumen de la trilogía.