Dolor. Y después el silencio. El que se queda pegado a la garganta, a la frontera entre nuestra necesidad de seguir leyendo o dejarlo para otro momento. Y un dolor sordo que vuelve, que no se sabe traducir, pero que al final encuentra cualquier recoveco para salir por cualquiera de nuestros poros. Una especie de tiniebla que se cierne sobre el cuerpo, que lo anega, o que simplemente es el resultado de rozar la locura de los personajes, el reverso tenebroso de todos nosotros, de una ciudad que guarda en su interior la parte más oscura, esa que guardan las sombras, que no queremos mirar, pero que Mariana Enríquez nos enseña. Dolor. Eso se siente, se padece, se encuentra, en Las cosas que perdimos en el fuego, en ese fuego que nos abrasa, o que simplemente nos calienta cuando el frío ya ha calado tan hondo en nuestros huesos que es imposible separarlo de nosotros. Y ahí, agazapado intentando salir a la luz, como sucede siempre, el dolor o el simple entumecimiento de la piel, del alma, que se presta a abrazarse a la locura, o a la realidad que no deja de ser otra forma de lo mismo, de esa mentalidad perturbada que nos habla a veces. Porque ¿quién de todos nosotros es el más loco de este entramado de pasiones y casas derruidas? ¿Quién tiene la potestad de decir que, al leer, uno no puede encontrarse reconocido en aquello que no queremos nombrar? ¿Qué tiene la realidad que, de tan insana, nos acaba hipnotizando como lo hacen estos cuentos?
Existe un riesgo que, al empezar una lectura, uno no sabe calibrar con la intensidad necesaria: el de verse reflejado, el de comprobar lo que el ser humano puede hacer o dejar de hacer. Esa especie de misión suicida, que se repite cada vez que un libro se abre por su primera página, es lo que sufrimos, de alguna manera, cada uno de nosotros cada vez que una lectura se pone frente a nosotros. Con Las cosas que perdimos en el fuego sucede que, sin haberlo pensado detenidamente, nos encontramos observando un mundo oscuro que no podemos dejar de observar. Quizás ese sea el motivo principal de esta reseña. Esa especie de hipnotismo en el que nos sumerge Mariana Enríquez sin que podamos evitarlo. Personajes a los que odiar, locuras que nos pertenecen, que nos recorren como un escalofrío por la espalda, de las que huir pero a la vez a las que acercarnos, y es que en este inolvidable camino por los relatos que se nos avecinan, la dicotomía entre alejarnos y acortar distancias sólo será separada por una fina línea que difuminará las diferencias. Decía al principio de este párrafo que corremos siempre un riesgo como lectores. Lo que no decía en estas líneas es que, a veces, este riesgo se convierte en verdadera devoción. Por lo escrito y lo no escrito. Por lo que se dice y no se dice. Por lo que nos imaginamos en ese intervalo en que la realidad y la ficción se tocan con unos dedos frágiles.
Otra misión, menos suicida y más vital, es la de compartir con los que nos leen lo que nos ha parecido un libro. O quizás resulte más suicida todavía, uno nunca sabe muy bien cuál será el resultado. Lo que sí está claro, después de leer Las cosas que perdimos en el fuego es que, como ese dolor del que hablaba en la introducción, los relatos de Mariana Enríquez se meten en el cuerpo como una voz que, conocida o desconocida, nos habla sin que podamos hacerla desaparecer. Quizás en ese habitáculo que es la mente es donde encontráramos la respuesta a lo que la locura, la oscuridad, lo tenebroso de todos nosotros, hace realmente con nuestra vida cotidiana. Somos lectores, pero también, a veces, somos seres que experimentan lo que un libro puede hacer con nosotros. Y puede que no sea la pretensión del autor que, en su labor, reproduce los fantasmas que atormentan o que han pasado por sus vidas. Pero aun así aquellos que, como yo, vivimos la lectura como una prolongación de una existencia más o menos completa, convertimos las letras, como ha sucedido aquí, en pequeños cuchillos que se clavan hondo, tan hondo, que dejarán una marca para siempre.