Lección de anatomía, de Marta Sanz
Abrazar un cuerpo, hacerlo tuyo, y después convertirlo en letra. En novela donde se aprende, a vivir, a sentir, a crecer con el paso del tiempo inexorable, con los minutos que se convierten en arrugas, en surcos que horadan la piel, en latidos que se pierden de la garganta al estómago, de los pies a la boca, del hígado a los pulmones. Órganos que funcionan, que memorizan, que llenan de recuerdos una mente privilegiada que sabe poner nombre a aquellos instantes que marcaron una época, una vida, varias edades que son las del querer, las del no encontrarse, como en un juego del gato y el ratón convierten la vida en una novela, o la novela en una vida, cualquiera de los factores sirve cuando hablamos de Lección de anatomía y de una autora, Marta Sanz que no es sólo eso, una autora como digo, sino también una persona a la que le seguimos los pasos, a la que tras las pisadas en una arena mojada se va llevando la marea el rastro, el hueco que deja aquello contado, narrado, en un servicio de recuerdo, de compra de memoria, en un hilo del que tirar y poder encontrar las vidas que se juntan en un instante, esa calle donde nos alojaban las aceras, esa escuela donde las envidias y las mesas donde pintábamos nuestros nombres se convertían en el espacio para la guerra. Será que la memoria, a veces tramposa, nos invita a un viaje del que no saldremos igual, como si fuéramos modelos de un desnudo integral en el que reconocernos, en el que proveernos de verdades y medias mentiras, que resumen una existencia, dentro de otras muchas existencias. Una conversación en la que, tras la mirada contaminada que dan las agujas del reloj malditas, nos convenceremos de que la edad da cierta sabiduría, aunque siempre cometamos los mismos errores.
Hay un concepto que llena una novela que siempre me ha parecido interesante: la visión de un autor sobre su propia vida. Marta Sanz puede haberse convertido, en un solo instante, en el mismo instante en el que uno descubre la primera página de este libro – prologado con gran acierto por un Rafael Chirbes en estado de gracia – en una de esas autores en las que el refugio, el libro, la literatura, se convierte en esa pequeña jaula de oro en la que navegamos mientras el mar, allá afuera, está embravecido por el calor de las carreteras y las personas que las pueblan. Porque uno no sabe bien cómo describir algo que como Lección de anatomía. ¿Es una biografía? ¿Es una novela? ¿Es tan sólo la intención de acercarse a la memoria y dejar en letra, en eternidad, todos los recuerdos que al final se van perdiendo? En cualquier caso, cuando las palabras salen, todos aquellos que sabemos lo que es escribir, lo que significa enfrentarse al papel y teñirlo de negro, apreciamos esta labor de desnudez, de quitarse la ropa y mostrar sin huecos una vida, una obra, una lección como la que aparece en el título y que convierte a una historia en un pequeño milagro, en un laberinto del que no salir, en el que ahondar, en el que perdernos, sin brújulas para saber dónde está el norte, sin la cuerda que nos llevará a la salida. Porque en realidad, lo que nunca quisimos era salir, sólo entrar.
Es una lástima – y lo digo desde dentro, desde la tripa – que no haya conocido antes a Marta Sanz. Y digo que es una lástima porque, de haberla conocido antes, me hubiera enamorado como los locos que lo hacen de una idea, de una imagen que se forma en la cabeza y que fluye a través de nuestro cuerpo llenándolo, convirtiéndolo en otra cosa, susurrándole que Lección de anatomía es su compañero, ya lo era antes de haberlo conocido, en una suerte de profecía autocumplida que, como en el destino que nos lleva por caminos sin explorar, construye por fin todo el edificio que habíamos esperado, lo transforma en novela, y nos lo entrega así, en dosis largas, creando una adicción propia de los yonquis que, con la necesidad que impera en las venas, necesitan de un párrafo, quizás sólo una línea para que la calma llegue, o para que se revuelva un poco más este cuerpo que se sienta a leer y que no puede dejar de hacerlo por mucho que lo intente. No será pues una lectura fácil. Se crearán las ganas, lo necesitaremos, abrazaremos las tapas y surcarán nuestros ojos por las líneas que, como en los juegos de la infancia, saltaremos de adelante atrás como si la sucesión de números, del uno al diez, nos indicaran que al llegar al final, a estoy lista para una medición, la última frase de un libro imprescindible, habremos llegado al final de una era, de una edad, y en ese mismo instante sólo quedara, después de todo, vivir.