Los años de peregrinación del chico sin color, de Haruki Murakami
La vida está llena de pequeñas contraprestaciones. Uno emerge a la vida habiendo muerto alguien anteriormente, uno da su tiempo para que otro lo pueda sostener entre las manos, y renunciamos a relaciones para que otros puedan vivirlas. Nuestro cuerpo se somete a los límites impuestos por los minutos y a veces los perdemos, difuminando la línea que separa realidad de ficción, para que los sueños con los que nos acostamos por la noche sean parte intrínseca de lo que vivimos durante el día. Haruki Murakami es un autor de imágenes, de imágenes bellas, todo hay que decirlo, que supone un soplo de aire fresco después de algunas lecturas menos sosegadas. Por usar un símil podría decirse que lo que el autor hace con las palabras es casi como una composición musical, con un crescendo en sus mitades, con un sosiego propio de los oasis en sus inicios, y con las últimas notas de reflexión, de calma rabiosa, en sus finales. Un compositor de obras magnas, de aquellas que se recuerdan y perduran, y nosotros sus espectadores, que acarician las palabras con los labios, mientras nuestra lengua se posa descaradamente en sus puntos y comas. Y eso nos transforma, desde la cabeza a los pies, mientras el silencio que antes se había impuesto viene a ser invadido por la melodía de una nueva historia.
Las primeras evidencias de que nos encontramos ante una novela de Haruki Murakami es la genialidad de su título. Pocas veces alguien ha conseguido transformar al lector y que éste tenga la necesidad de leer el argumento como lo ha hecho él. Los años de peregrinación del chico sin color. No es un obviedad decir que, ya sólo con eso, una pizca de interés se nos enciende como si fuera una pequeña hoguera que todavía está por quemarnos vivos. Yo me pregunté, al tener el libro en mis manos, si iba a ser capaz de sobrellevar la literatura del autor. He de reconocer que yo soy más de sus relatos cortos, de esas pequeñas dosis a las que ya me incliné en Después del terremoto. Por eso entré en el nuevo mundo de esta novela con un poco de miedo, mejor diría respeto, porque no sabía si lo que iba a encontrar iba a ser de mi agrado.
Obviando esa calamidad por mi parte tendría que contar mi experiencia con pelos y señales. Contaré que en una vida llena de lecturas, de cientos y cientos de lecturas, todavía me sorprende poder encontrar esos vaivenes, ese movimiento propio de las olas que llevan a quien los sufre a un estado casi hipnótico. Porque Haruki Murakami nos confronta a una realidad plagada de símbolos, de sueños que se cumplen en los pequeños detalles, de reflexiones sobre la muerte y la vida, sobre la franja que cruzamos a veces cuando la catástrofe llega a nuestra vida sin saber sus razones. Esa es la vida del protagonista, de un Tsukuru Tazaki que pasea sin rumbo, buscando en todos esos años en los que no entendió lo que sucedió en su vida cuáles fueron las razones de su caída, de la caída de un gigante que, acurrucado en su interior, sin un color que lo definiera, siguió sumando años con un lastre que pendía sobre su cabeza como una espada de Damocles. Pero en este juego que es la vida, ser no es lo mismo que parecer, y frente a nosotros, como si se tratara de un espejo que nos devolviera una imagen de nosotros mismos, Los años de peregrinación del chico sin color abraza el tiempo, las conversaciones, las imágenes oníricas, como un lenguaje propio al que hay que atreverse, al que hay que combatir con uñas y dientes. Porque hay quien dice que la resistencia pasiva es incluso más enriquecedora que la acción, que el puñetazo, que la ira que sale de nuestro cuerpo y nos convierte en animales sin juicio ni sentimientos.
La vida que pasa a través de las novelas de Haruki Murakami no es de ese tipo en el que el inicio, nudo y desenlace eran evidentes. En sus novelas, en cada una de las partes que tiene su literatura, un viaje nos espera para atraparnos como la tela de araña lo hace con la mosca. Somos moscas, en este caso. Moscas que se posan en las palabras, en el tejer y tejer de un autor que nos encandila, pero que a la vez nos golpea, que nos acaricia pero que a la vez nos zarandea, que nos envuelve en una manta para calentarnos para quitárnosla poco tiempo después. Los años de peregrinación del chico sin color es un juego de luces, de contrastes, una historia de amor, muerte y amistad, pero sobre todas las cosas, quizá sea eso lo importante, nos encontramos ante una evidencia que puede beberse en una copa bastante fina: ser escritor hace que los demás vivan en la piel de otras personas que, en circunstancias diferentes, jamás hubieran podido conocer.
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