El potencial literario de la cotidianeidad no deja de ser asombroso. Para cuando uno se da cuenta de que los días que se le rompieron a Tomás Sepúlveda no son los de su prejubilación, los de la crisis, los del declive de su relación con su mujer o su distanciamiento con sus hijos, para cuando aparecen en su plenitud los hechos que previamente ha dosificado el autor con sabiduría y que, a decir verdad, tampoco es que sean extraordinarios, uno ya está tan absolutamente sumergido en la vida normal y corriente de un personaje al que le pasan cosas no especialmente diferentes de las que le suceden a cualquier conocido, familiar o a uno mismo, que en verdad el brillante desenlace, verdaderamente magnífico, podría haber sido cualquier otro y lo habría disfrutado igual. Eso es escribir, si me lo permiten, contar cosas, emocionar al lector, interesarle por las que apenas esboza, que se identifique con los personajes, sin necesidad de recurrir a tramas intrincadas, personajes estrafalarios ni hallazgos históricos tan desconocidos y sorprendentes como irrelevantes.
Hace mucho tiempo que no paso por Barcelona, pero la ciudad que aparece en las páginas de Los días rotos, con sus miserias y sus problemas, le reconcilia a uno con sus recuerdos. Está muy bien que alguien la muestre como una ciudad en la que se vive y no como ese extraño hervidero que muestran las noticias en el que aparentemente solo hay sitio para la política.
Junto con la vida del protagonista, Tomás Sepúlveda, Gregorio Casamayor nos muestra muchas otras, la de personajes tan sólidamente construidos que uno se extraña de no saludarles por la calle. No sé si esto es fácil de explicar, pero uno no tiene cuando los lee la sensación de “encantado de conocerte”, sino la de “hace tiempo que no te veía”. Por nuevos y originales que sean, uno tiene la sensación de que ya estaban vivos antes de que la tinta corriera por sus líneas, como indudablemente lo están después.
Pero supongo que estarán deseando que les cuente de qué va, pero no creo que les aporte gran cosa que sepan que Tomás es un ingeniero prejubilado que ocasionalmente hace chapuzas para un conocido con la ayuda de Mamadou, inmigrante ilegal, que tiene a su padre ingresado en una residencia, que su mujer vive en su pueblo para cuidar de sus propios progenitores, una separación de facto sin firmas ni palabras que den testimonio de la distancia que los separa, menor en kilómetros, pero sólo en eso, de la que le aleja de sus hijos, que ve los partidos de fútbol en un bar regentado por chinos, en fin, que podría ser su vecino de al lado. Lo central no es solo su vida, sino que la viva paralelamente a sus traumas, que en lugar de superarlos los haya obviado y haya conseguido poner en pie una familia, un trabajo, una rutina, pero no necesariamente una vida completa.
Todos los personajes tienen entidad propia, están lo suficientemente bien construidos como para que su granito de arena sea indispensable en la historia porque todo lo que le ocurre a Tomás es Tomás. Pero no es frecuente encontrarse a tantos personajes tan contundentes y bien construidos como los que habitan Los días rotos, de Merche a Estrella, de Paquito Meyer a Mamadou, de Cristina a Julia Villalba. Todos ellos merecen el recuerdo emocionado que consiguen quienes forman parte de la vida de uno.
Andrés Barrero
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