Los forajidos del Misisipí, de Allan Pinkerton
Parte el tren de mercancías. El lector corre a su lado, lanza su hatillo al vagón y se agarra del brazo que le tiende Pinkerton. Sube. Sólo faltan treinta millas. Cuando cruce la frontera del estado, estará por fin fuera de peligro. Pinkerton le ofrece la petaca. El lector echa un largo trago de bourbon, se seca los labios con la manga, se coloca el sombrero sobre los ojos, y se dispone a dormir mientras su compañero de aventuras entona una triste melodía con la armónica. Vemos alejarse el tren hacia el horizonte, allá donde se pone el sol, donde los bandoleros se gastan los cuartos y los hombres sueñan con encontrar oro. Pero en realidad su destino es aún mejor: una sesión de cine de verano al aire libre.
Porque a primera vista, Los forajidos del Misisipí podría parecernos un spaguetti western al que no le faltan ni un solo ingrediente: asaltos a trenes, tiroteos desde una casa rodeada, linchamientos, arenas movedizas, forajidos que consiguen escapar y ocultarse durante días entre los maizales, barcos de vapor que surcan el Misisipí y cuatreros que mueren atrapados entre las palas de sus ruedas. Sin embargo, nos encontramos más bien en un mundo donde los duelos de pistoleros al sol de mediodía en la calle mayor empiezan ya a ser cosa del pasado. La conquista del oeste hace tiempo que puede darse por concluida y los crímenes ya no los resuelve el sheriff del condado. Más que un remedo de western, esta obra, como las muchas que escribió Pinkerton, marca el inicio de la novela negra o la de detectives. Hablamos, por ejemplo, de Conan Doyle o de Dashiell Hammet.
La vida de Allan Pinkerton merecería todo un libro. Baste decir aquí que este escocés de familia humilde, que nació en Glasgow en 1819, que tuvo que huir de su país, donde temía ser arrestado por participar en protestas sociales, y que llegó a Norteamérica con una mano delante y otra detrás, llegó a fundar la Agencia de Detectives Pinkerton, posiblemente la más importante de la historia. Y no menos relevante es el hecho de que, en sus últimos años, publicó hasta una veintena de títulos en los que describía de manera ágil, directa, no muy sofisticada pero siempre tremendamente amena, algunos de sus casos más sonados.
La historia que nos ocupa, Los forajidos del Misisipí, relata el asalto a un tren que llevó a cabo la banda de los Farrington, así como su persecución y arresto por parte de la agencia (no estoy destripando el final; Pinkerton era ante todo un empresario, y la finalidad de sus libros era, sobre todo, dar publicidad a la agencia). Está repleta de acción desde la primera hasta la última página, pero lo que a este lector más le ha interesado es la transición de esos Estados Unidos que ya dejaban de estar divididos en infinitos pueblos sin ley, y donde cruzar la frontera del estado significaba alcanzar la impunidad en el siguiente, hacia un país que empezaba a contar con unas fuerzas de la ley con la potestad de actuar a través de los diferentes estados. Nuestro humilde escocés había creado un organismo precursor del FBI.
Es fácil subestimar obras como ésta, probablemente escrita (como toda la obra atribuida a Pinkerton) por un “negro” en una prosa del todo carente de florituras literarias. La estructura es tan lineal como las carreteras de Nebraska y las metáforas llevan años pudriéndose en la prisión del condado. Quedas pues advertido, forastero: este pueblo es demasiado pequeño para un lector exquisito y refinado. Aquí no queremos delicados petimetres, sino lectores capaces de arrastarse por el divertido lodo del humor negro y las observaciones implacables. Ved, si no, cómo las gastan en los alrededores de Moscow, Ohio:
La mayor parte de la población puede ser catalogada como blanca y pobre y constituye una variedad peculiar de la especie humana. Los hombres son altos, de articulaciones flexibles y dispépticos. Guardan gran parecido con los cultivos vegetales de los alrededores, pues son de crecimiento rápido, prolíficos y, por lo general, inútiles.
Del mismo modo, si buscáis la épica de los lagos, las praderas y las Montañas Rocosas, habéis venido al sitio equivocado:
La ciénaga ocupa más de setenta millas de largo por treinta y cinco de ancho. Es un lodazal sin fondo y no hay mayor en todos los Estados Unidos (…) Si algún desdichado viajero se aventura por tales parajes, las enredaderas acuáticas lo atraparán, sus pies no encontrarán un apoyo seguro, su cuerpo se hundirá rápida y profundamente en el fango y sus huesos hallarán sepulcro donde nada, salvo un terremoto, los importunará jamás.
Vemos pasar lugares como Moscow, Nueva Madrid o Nigger-Wool. A salvo en este tren de mercancías, con el señor Pinkerton tocando la armónica, y mientras los policías malgastan frustrados sus últimas balas, servidor y los forajidos nos embarcamos, a nuestra manera, en la construcción del país, y de paso damos una lección de épica y aventuras a los Hammet, Chandler, John Ford y Tarantinos del futuro. ¿Otro trago de bourbon?