Reseña del cómic “Los grandes espacios”, de Catherine Meurisse
Creo que ya he comentado alguna vez que me gustan las historias de gente que recuerda con añoranza su infancia. La verdadera patria del hombre es la infancia, decía Rilke, y no puedo estar más de acuerdo. A fin de cuentas, un patriota de los de bandera lo será siempre tanto si nace en Albacete como si nace en Lisboa, pero la infancia es algo propio de cada uno, algo diferente, subjetivo e intransferible que, en la mayoría de los casos se recuerda con nostalgia cuando uno va creciendo y en donde todos somos –salvo excepciones de niños endemoniados poseídos por alguna entidad maligna– inocentes, castos y puros y se descubren millones de cosas por primera vez.
Y, por supuesto, hay tantas infancias como personas.
En Los grandes espacios, la autora nos cuenta parte de la suya. Sus padres, huyendo de la vida urbanita, compraron una casa en ruinas en medio del campo y cerca de un pueblo de poco más de doscientos habitantes, y junto a su hermana vivieron allí. Poco a poco irían transformando, (esta es la palabra clave), tanto la ruinosa finca como el campo que les rodea. El gusto de su madre por la jardinería y el de su padre por las chapuzas calará en Catherine y será lo que haga nacer su vocación por la creación artística. Piedras, plantas y animales.
Hay que tener en cuenta también que son tiempos en los que no hay internet, móviles, playstation… Tiempos en los que la imaginación era el mayor y el mejor juguete, en donde los niños jugaban en la calle, no en sus cuartos cerrados, así que las excursiones de la escuela a Futuroscope, los espectáculos de luz y sonido, las salidas al Louvre y otros museos, los festivales de música al aire libre,… son toda una fiesta y un descubrimiento que las dejaba loquísimas a ella y a su hermana.
Y todo esto regado con frases de autores franceses y un despliegue enorme de sabiduría agrícola y floral. También hay espacio para las pullas al campo moderno (críticas a pesticidas, al riego –accidental o no– con sangre de la matanza del cerdo, a la concentración parcelaria, al monocultivo que acaba con las abejas, a las subvenciones para arrancar árboles centenarios y a las subvenciones para replantar otros sin pasado ni historia…)
Los grandes espacios es un cómic autobiográfico en el que no se dice pero se intuye un agradecimiento de Meurisse a sus padres por haberla hecho descubrir la naturaleza, la literatura (especialmente la francesa) y el arte desde bien pequeña. Un canto a la inocencia, al descubrimiento y a la naturaleza escrito con ternura pero no con ñoñería, con un pelín de ironía de vez en cuando.
El dibujo es muy expresivo, se podría decir que propio de la caricatura, pero no solo no desentona para nada con el tono de lo que se nos cuenta sino que encaja perfectamente en él, y destacan sobre todo algunas viñetas a gran tamaño en las que la protagonista es, de nuevo, la naturaleza en su máximo esplendor.
Lo dicho, Los grandes espacios es un cómic que podría decirse ecologista, que exalta los valores de la inocencia, del amor a la naturaleza y del respeto de la vuelta a los orígenes. Un cómic que se lee con facilidad y con mucho agrado y que nos hará volver la vista atrás a nuestros propios primeros años. Un festival de bucólica nostalgia sana y reivindicadora del valor de lo artesanal, del campo y del tiempo para uno mismo frente a la actual vida ajetreada y pegada a una pantalla que la mayoría acabamos viviendo.