Reseña del libro “Los vencejos”, de Fernando Aramburu
Si entras a esta reseña esperando que lo que haya en ella escrito te convenza de comprarte un libro sobre el que dudas porque te gustó mucho Patria pero no te acaba de convencer el argumento de este, no sigas. Si entras a esta reseña porque eres fan del estilo de Aramburu y, aunque te gustó (quizá te apasionó) Patria, también lo ha hecho cualquier cosa que hayas leído de él, entonces sí. Entra al grupo de los disfrutones de Aramburu. No creo que haga falta aclararlo pero bueno, sí, yo soy uno de ellos. Aramburu ha vuelto, ha conseguido apartar un poco los matorrales de la bomba de éxito que le trajo Patria y darse a una nueva novela. Y no es de esos típicos libros que se sacan rápidamente para aprovechar el éxito del anterior, breves, que respiran prisa. Casi 700 páginas lo dicen todo. Aramburu ha vuelto con fuerza. Y esto es Los vencejos y, cómo no, lo publica Tusquets.
El argumento es original: Toni, un profesor de filosofía de instituto decide morir y pone fecha a su muerte. Un año. Estamos a 31 de julio, con lo cual se matará el mismo día del año siguiente. ¿Año? 2008. ¿Lugar? Madrid. ¿Edad? 54 años. Y tras esa decisión (que no es spoiler porque se lee en las primeras páginas y aparece incluso en la contracubierta) nos invita a acompañarle en ese último año, día tras día, en un diario, unos «escritos confidenciales» que dirá él, que irá escribiendo con la conciencia de no ser escritor, pero dejando a esa conciencia en evidencia, porque a diferencia de su padre, él claro que lo es. Y de los buenos.
Es en ese transcurso del año que conocemos su entorno. Y es así como conocemos a Pepa, su querida e inseparable perra, a quien da paseos largos por el centro de Madrid, y con quien visita diariamente a su gran (¿y único?) amigo Patachula. No se llama así pero él lo llama de esa manera. Patachula, y por eso el mote, perdió una pierna en el 11M. Tema que nos acompaña durante toda la novela (como el conflicto catalán, como la crítica política, social, económica de la España actual). Ah, Patachula no sabe que su amigo lo llama de esta forma.
El día a día de Toni es de una monotonía absoluta: da clase, pasea a Pepa, va a comprar al mercado y se ve con Patachula en el bar. Como él mismo dice, su día se resume en «tomar mi sorbo diario de amargura». Ya te aviso que odiarás a Toni, es muy complicado empatizar con él. ¿Y que es lo que nos da vidilla en esas casi 700 páginas? Sus digresiones. Y es que gracias a ellas conocemos a Nikita, el hijo descarriado de Toni. Okupa, desvergonzado, tirado, muy lejos, aunque cerca, de su familia. También a Amalia, su exmujer: reconocida periodista que hace un programa diario en la radio y que dejó a Toni por una mujer. Toni la odia. Evidentemente, conoceremos también a su familia: padre frustrado y comunista que murió repentinamente en el salón de casa mientras parecía que dormía, madre en residencia que padece alzhéimer, que en su momento intentó rehacer su vida y a la que sus hijos no la dejaron. Nota aclaratoria: padres que se odiaron. También. Y por en medio, un hermano al que Toni tampoco soporta: débil, celoso, pegado siempre a mamá en una relación un tanto extraña, con una hija que padece una enfermedad de muy mala solución.
Entretanto, Toni decide morirse en un año. Y comparte su proyecto con Patachula, quien acepta hacerlo también. Tienen el cianuro preparado en una bolsita de plástico, que Toni engancha tras un retrato de su padre (guiño guiño). Mientras espera al día en que pueda por fin ingerir el interior de la bolsa («de los sitios hay que saber marcharse en el momento oportuno»), a Toni le van pasando cosas y nos las va contando. Tiene problemas con su hijo, va deshaciéndose por la calle de las cosas que ya no le harán falta (que es todo), cuida lo máximo que puede a Pepa (menos una vez; ay, Toni…) y piensa durante mucho tiempo en qué será de ella cuando él ya no esté. Pero Toni también piensa en otras cosas, mucho más macabras, y nos las comparte: sentimientos suicidas, odio hacia todo y todos, ganas de matar a su exmujer, a su hijo; ganas de hacerles cosas a las alumnas del colegio… Toni es todo esto y más, hay mucho que rascar en Toni.
No podemos olvidar, claro, la presencia de los vencejos («Con la llegada del primer vencejo quedará sellada mi decisión»). Porque Toni, al igual que otro Toni (el famoso Soprano con los patos) tiene una fijación obsesiva por esas aves. Y esa fijación tiene mucho que ver con el suicidio planeado. El significado de esa conexión yo no lo voy a explicar, porque creo que cada uno tendrá el suyo, y es mejor leerlo, disfrutarlo, pensarlo por uno mismo. Imagino que es lo que también querría el propio autor.
Toni desconfía del amor, pero no de la amistad. Y por eso Patachula. Pero también, y ojo con esto, Águeda. No digo más. Toni quiere matarse más por aburrimiento que por tristeza, quizá en Patachula pase lo contrario. ¿Cómo acabará la cosa? Evidentemente no lo diré.
Pero sí diré que Los vencejos es para degustar con calma, que no tiene esa trama de la que es imposible desengancharse que caracteriza a Patria, que hay que darle tiempo pero que tiene lo más importante, a Aramburu. Ese cuidado de la lengua, ese decir tanto de forma tan sutil, esa maestría absoluta a la hora de saber cuándo dejar salir al genio y cuando guardarlo. Este libro es Aramburu 100%, qué más se le podía pedir.