Máquinas del tiempo, de Nina Allan
El tiempo, que con sus agujas nos ata a los minutos y segundos que forman un día, toda una vida, es tan inclemente como las tormentas que en nuestra existencia destrozan nuestros sueños, los anhelos que guardamos en los cajones, las pasiones que conforman toda una serie de cuerpos que se unen, sin saberlo, ligados a un destino que juega a los dados y al que le salen bien todas las jugadas. Será el tiempo, por tanto, el que como un trilero que engaña al más inteligente de los mortales, el que varíe el rumbo, el que juzgue necesario el cambio de escenario, de relación, de vista que mirar o de recorrido por el continuar. Pero, ¿y si en un segundo, en ese segundo maldito donde todos nos paramos sin ser conscientes, todo cambiara y nos encontráramos en otro lugar, en otra época, en otra realidad que se pareciera a la nuestra, pero que no lo fuera? ¿Escaparíamos o nos veríamos inmersos en ella? ¿Huiríamos de aquello que ya conocemos? ¿Echaríamos de menos lo que dejamos atrás sin miedo alguno? Máquinas del tiempo, como en un juego de azar donde todo está ya preparado de antemano, nos introduce paso a paso en la vida de personas que, un buen día, recibieron un regalo, un reloj que mantiene el tiempo a raya, pero en su propio beneficio. Esos mecanismos tan precisos que marcan con sus agujas la esencia de lo que somos, que juguetean con nuestras decisiones, que cambian la vida, que la destrozan o vuelcan en ellos la desgracia o la felicidad, sin un término medio que apague el fuego de lo vivido, de lo que se ha sentido, de lo que se pretende, sin conseguirlo, olvidar. Un infierno, guardado, en una pequeña esfera.
Martin Newland es un apasionado del tiempo. Para él los relojes son pequeñas máquinas del tiempo que ayudan a entender el pasado y el futuro. Pero cuando todo parece entremezclarse, comenzará una investigación que le llevará a entender aquello que había permanecido silenciado durante demasiado tiempo.
El olvido – el que nosotros nos provocamos – es un arma poderosa que controlamos de la mejor de las formas posibles. Los días, las noches, las fechas que se guardan en el cerebro, las desgracias y las bonanzas de una vida que se transforma como la energía, y que nunca se destruyen. Todo eso es en lo que invertimos parte de nuestro tiempo, de nuestros minutos, de las milésimas que creemos que nos quedan en este caótico mundo. Máquinas en el tiempo, jugando con un lenguaje certero, preciso, casi de oficio de cirujano, nos introduce en un mundo donde todo se relaciona, donde los pequeños pasos que se invierten en la lectura de cada capítulo, deben hacerse con el mimo con el que convertimos nuestra realidad en una obra de arte. Esa sería, a grandes rasgos, la descripción exacta de la obra de Nina Allan: una obra de arte. Llena de las exquisiteces de la ciencia ficción, de los regalos con que la imaginación de un autor nos puede hacer a los lectores que, como yo, disfrutamos con los viajes temporales, con la diferencia hecha realidad, con la vida pegada en los labios a punto de salir disparada desde la garganta cada vez que el paso de una página nos deja más desequilibrados. Así, cuando el fruto de una novela hace su labor, convierte la vida del lector en algo completamente distinto, en algo que no se esperaba, en la satisfacción reflejada en unos ojos que poco tienen que decir más que disfrutar del silencio que da la maestría, la verdadera posibilidad del disfrute mientras abrimos un libro.
El tiempo golpea, siempre lo hace, en los lugares más débiles de nuestro cuerpo, de nuestra existencia. Lo golpea como el martillo que intenta clavar un clavo inadecuado. Máquinas del tiempo es ese martillo, es la maza que aprisiona la mente del lector y la retuerce, la mueve por rincones inexplorados, por viajes en el tiempo llenos del pasado creado y del futuro por crear, de nombres que son como pequeñas pistas que revierten el significado de lo que nosotros llamamos real, del presente que sin existir parece que lo hace, de todas las visitas a lugares recónditos donde la escritura de Nina Allan llega para dinamitar lo construido, la arquitectura perfecta sobre la que nos sosteníamos, sobre la que la base de nuestra personalidad había sido mostrada, vanagloriada por las palabras que, sin mucho disimulo, somos capaces de pronunciar. Porque después de esta lectura yo me he visto reconstruyendo parte de mí mismo. Eso es la grandeza, lectores. Lo demás, tan sólo es, pura fachada.