La infancia marca el resto de nuestra existencia. Eso es indiscutible. Luego cada uno recompondrá lo vivido, mezclándolo con su forma de ser (la que viene de serie) y con lo que se nos irá presentando e irá capeando el temporal, como buenamente pueda. Si los cimientos son sólidos, cómodos y positivos, todo será más llevadero; tendremos armas y artes para sobrevivir sin sufrir demasiado. Si la infancia fue un desastre, normalmente, quedan secuelas y algunas no hay terapia que las arregle. En mi nombre era Eileen se muestran infancias destrozadas, aniquiladas. Como consecuencia tenemos adultos con muchos problemas. Es que yo creo que no se salva ni el apuntador. Sigo preguntándome cómo Ottessa Moshfegh ha podido escribir esto sin que tengas ganas de llorar.
Estamos en 1964, en un pueblo X de Nueva Inglaterra, durante la semana antes de Navidad. Eileen tiene 24 años, vive con su padre alcohólico en su casa de siempre, sucia y descuidada. Nunca estuvo radiante, ni preciosa, pero desde que murió su madre hacía unos tres años, la mugre y la basura acumulada formaban parte del mobiliario. Tiene una hermana que ya no vive en casa, de la que habla con algo parecido al cariño, pero con la que no mantiene prácticamente relación. Eileen nos cuenta esta semana desde el hoy, siendo una mujer mayor. Esa semana es especial porque fue la que cambió su vida, o sea, que nos da una perspectiva bastante razonada y elaborada de lo que ocurrió, porque lo ha reflexionado durante muchos años.
La vida de Eileen en aquel tiempo es triste, oscura y solitaria. Trabaja en la oficina de un reformatorio o cárcel de menores, que tampoco ayuda a que su vida sea una fiesta. Nadie parece hacerle caso o tomarla en cuenta. Parece casi invisible. No tiene amigas ni vida social. Ella misma fomenta esa invisibilidad, ya que prefiere pasar inadvertida. No quiere crecer o, más bien, desarrollarse, es prácticamente anoréxica; no quiere tener formas de mujer, le da pánico. No se alimenta: come cosas extrañas que le apetecen, sin orden ni concierto, solo para sobrevivir. También bebe. Su mundo hiede a vómito y a tubo de escape. Utiliza la ropa de su madre, que le queda grande, y eso le gusta. Su autoestima está en números rojos, aunque ha aprendido a poner una máscara mortuoria aceptable para pasar por alguien normal. Su sueño es escapar de X-ville.
Su vida da un giro cuando aparece Rebecca a trabajar en el reformatorio como educadora. Rebecca encarna todo lo que Eileen piensa que tiene que ser una mujer feliz: guapa, elegante, alegre, inteligente, independiente, culta y de familia bien. Eileen se queda prendada, no solo por Rebecca en sí misma, sino porque le hace caso. Eileen siente que por fin tiene a alguien que la quiere, una amiga y encima es maravillosa.
Y hasta aquí puedo leer. La novela tiene unos giros y toma unos derroteros que mejor no os cuento. Es brillante, de verdad, la forma de contar la historia es asombrosa. Hay que tener mucho talento para escribir algo así y conseguir que los lectores quieran seguir leyendo hasta el final. Vas superando lo incómodo, que es mucho, y necesitas saber más, acabar el libro. Es radical, bastante macabra en ocasiones. Sorprendente. Está escrito casi en forma de diario, en primera persona, con pocos diálogos. Es descriptiva y reflexiva. Yo no he podido cogerle cariño a la protagonista, no he llegado a sentir empatía por ella, solo en algunos pequeños momentos. Aunque Eileen sea el resultado de una familia difícil y unas circunstancias duras, no se la puede ver como una víctima del todo. Es ingenua, pero también es bastante insensible. Es ignorante muchas veces porque no quiere saber, vive mejor sin profundizar en algunos asuntos.
Mi nombre era Eileen tiene que ser una novela negra porque no tiene otro remedio. Es uno de esos libros que se te quedan grabados en la cabeza. De esos que se mete contigo, que te da un par de tortas y se va; “toma, ahí tienes, ahora tú te lo administras”. Estableces una relación íntima con Eileen, pero íntima de intimidad de cuarto de baño, de caca y pis. Tanto, que incomoda en muchas ocasiones. Me he sorprendido a mí misma con cara de asco, porque en algunos momentos es escatológica. Hasta ese punto llega, sí. Pero aún así, no podéis dejar de leerla.