Reseña del libro “Mi padre y su museo”, de Marina Tsvietáieva
Marina Tsvietáieva siempre fue una de mis autoras, una a la que no he leído demasiado pero que ocupa un lugar destacado en mi galería de afectos literarios. No hace mucho terminé sus diarios, que hube de racionarme porque su biografía es tan intensa y trágica que sus diarios duelen y no conviene exponerse a una sobredosis. De hecho, más que miedo al dolor lo tenía a que el conocimiento de su intimidad me hiciera perder el interés por su obra, en alguna ocasión me ha sucedido con algún autor que tras leer una obra especialmente intensa no he querido leer otras. Sin embargo, cuando supe de la publicación de Mi padre y su museo, esas dudas se disiparon porque ejerció para mi la misma atracción de siempre. Y eso antes de saber que la traducción corría a cargo de Selma Ancira, que es probablemente la mayor garantía de calidad que precisa una aficionado a la literatura rusa para acercarse a una obra. Y es cierto que no deja de ser una obra autobiográfica, pero la Marina Tsveietáieva que uno se encuentra en estas páginas es una bien diferente, más luminosa y asequible, pero sin embargo perfectamente reconocible.
Porque esta autora es muy personal, no es necesario ni tan siquiera leerlo para saber que un texto es suyo gracias a ese uso tan particular de las rayas que ella misma explicaba en otra magnífica obra complementaria a este Mi padre y su museo, Mi madre y la música, también editada por Acantilado; aunque en esta obra, especialmente en los textos que publicó originalmente en francés, puede que estén algo menos presentes de lo habitual. Esto último es extraordinariamente interesante, el libro, pese a que es escueto, es en realidad dos libros, uno que recopila las tres historias sobre su padre que publico originalmente en ruso en el vigésimo aniversario de su muerte, en 1933, y otro con esas mismas historias, ampliadas, publicado tres años más tarde en francés. Y puede que fuera por tratar de acercarse a un público que le era esquivo o también por usar otro idioma (o por ambas cosas), pero el hecho es que leer esas mismas historias en sus dos versiones es un experimento realmente interesante.
No es que Tsvietáieva escriba con vocación notarial, diría que ella tenía más presente la verdad artística que la de los hechos o las fechas, sin embargo el padre que nos encontramos en estas páginas es muy parecido a lo que uno espera tras haber leído otras obras suyas. Y es todo un personaje, Iván Vladimírovich Tsietáiev fue una persona absolutamente entregada a su sueño de crear un museo, el que en su día fue el Museo de Alejandro III y hoy es el Museo Pushkin, y su retrato, así como el que la propia Marina hizo de su madre en la obra anteriormente comentada, ayudan a comprender el ambiente en el que se crió y, en cierto modo, su compromiso poético.
Mi padre y su museo no se compone de textos poéticos, son en realidad nueve relatos cortos, sin embargo la fuerza poética que transmite es inmensa. Tiene momentos divertidos y otros sorprendentemente fluidos para el estilo habitual de su autora, pero el conjunto es conmovedor, aunque si me permiten el guiño a iniciados, nada más terrible que este breve párrafo, escrito mucho antes de la relación con su propio hijo se convirtiese en la fuente de dolor que fue al final de sus días:
Si estoy orgullosa de algo, es de haber nacido de padres que jamás se aprovecharon de nada – material, y de todo – lo espiritual. Espero haber legado este orgullo a mi hijo.
Resulta terrible leer eso tras saber que fue precisamente su relación con su hijo Mur probablemente el único de sus fracasos que no logró transformar en algo hermoso, lo que le costó el más alto de los precios.
Andrés Barrero
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