Reseña del libro “Mugre rosa”, de Fernanda Trías
Recuperar lo poético del horror, como en “Voces de Chernóbil”, de Svetlana Aleksiévich. Este es uno de los objetivos de Mugre rosa, la increíble última novela de Fernanda Trías. Maravillada por la capacidad humana para sobrevivir a las catástrofes naturales o provocadas por el mismo homo “sapiens” e influída por esas imágenes de criaturas jugando a la pelota entre escombros de una ciudad bombardeada, imagina un escenario apocalíptico donde sus personajes avanzan su historia personal afectados por la situación pero en una inercia bastante surrealista si la analizamos con retrospectiva.
Impacta además la capacidad de la literatura para adelantar en lo narrado lo que ocurrirá, lo que pronto será lo acontecido. En este caso, Fernanda Trías relata una ciudad evocada como Montevideo o como otra ciudad portuaria, apocalíptica y protagonista de Mugre rosa, adelantando la pandemia que se declara meses después de finalizar su escritura. “Los tapabocas habían convertido a las funcionarias públicas en raras odaliscas del Estado” (p. 147), el aire contaminado y una vuelta a los libros en el confinamiento son rasgos comunes entre este espacio narrativo y lo que pasó: “La epidemia nos había devuelto lo que años atrás parecía irreversible: un país de lectores” (p. 21).
He encontrado en Mugre rosa una de las mejores relaciones de lo que Vivian Gornick llamaba “apegos feroces”, solo que en este caso en la relación de la protagonista con su exmarido: “no podía saber cómo era estar unida a Max por un elástico que te lanzaba hacia él con la misma fuerza con la que intentabas alejarte” (p. 38). Parece que son esos diálogos fragmentarios con Max los que vertebran la estructura exterior del libro cortando, como en la vida lo hacen los recuerdos o las emociones, la aparente narración cronológica de fenómenos. “La oruga, mientras está ocupada siendo oruga, no puede ser mariposa. (…) Es una paradoja. Se entiende y no se entiende. (…) O por lo menos, no se entiende con la cabeza. (p. 136).
Aunque también podrían ser ensoñaciones, chispazos en la niebla que no se sabe bien si corresponden al pasado o a un recuerdo. Como en los sueños, la percepción de lo que ocurre es anacrónica. En ocasiones, el presente manda, pero puede aparecer mezclado con una sensación nostálgica de pasado. Nunca se sabe bien desde dónde y, sobre todo, desde cuándo mira quien observa. Ni siquiera es seguro que sea real o lo haya sido. Así son los comienzos o las fracturas entre escenas en Mugre rosa, dislocadas y atemporales. El juego narrativo deviene líquido, incapaz de ser retenido en la palma de la mano. O se escapa de la comprensión como la arena de Morfeo entre los dedos.
Por otro lado está Mauro, ese niño insaciable, dominado por el Hambre como en esa enfermedad rara y presentado casi como una metáfora de este capitalismo salvaje ajeno a la catástrofe climática. Mauro es un monstruo dependiente, cuya madre reniega de él y que con la protagonista conecta de alguna manera. Se enganchan entre sí y construyen un miniecosistema en el que van colocando las piedras del camino evitando en ese transitarlo de la mano que ninguno se caiga por el vacío de los lados: “Yo siempre había confundido el miedo con el amor, ese terreno inestable, esa zona de derrumbe. Mauro era mi responsabilidad, y de a poco se fue convirtiendo también en mi obligación” (p. 91). Quizás a la base de los cuidados está la aceptación de que el ser humano es tan vulnerable como cualquier otro ser vivo.
Personalmente me siento identificada con muchos pasajes y aspectos de los protagonistas, lo cual ha hecho su lectura sinceramente demoledora. Duele empatizar con la protagonista en lo que refiere a la madre, tanto por la sombra como por las luces: “La gente le pedía recomendaciones de libros a mi madre y ella hablaba de los personajes de las novelas como si hablara de sus vecinos” (p. 23). Y es que la figura de la madre, el maternaje, la maternidad está presente en Mugre rosa como también la encontré ausente en La azotea. La madre de la protagonista ataca desde su herida y se va aniquilando en el proceso. La madre de Mauro no acepta y no sabe como llevar a cabo esa relación de cuidados: “Se esforzaba por sobrevivir a la maternidad, ese campo minado que no te permitía ningún movimiento sin el riesgo de hacerte volar en pedazos” (p. 70). Y la protagonista se transforma en una especie de madre sustituta como lo fue Delfa para ella, uno de los personajes más tiernos de la literatura actual. Si tuviera que describirla en una línea diría que es un corazón palpitante.
Termino por lo que debería haber sido el comienzo. A mí también se me da mal comprender dónde empiezan y acaban los sucesos: “El problema es que los comienzos y los finales se superponen, y entonces una cree que algo está terminando cuando en realidad es otra cosa que empieza” (p. 80). Mugre rosa es el procesado cárnico que sostiene y nutre esta sociedad apocalíptica. O quizás todos los países que se basan en la explotación de los animales sin atender al equilibrio del ecosistema ni a los vínculos que unen a los seres humanos con el resto de especies. Lo característico, lo perverso de esta mezquina condición humana es su capacidad para nombrar y manipular el acontecimiento: “El lenguaje que usaban también era deportivo. Decían: triunfo, historia, esperanza. Un lugar transformador, donde los animales entraban vivos y salían multiplicados. (…) Creo que la mugre rosa tenía un nombre técnico. Todo lo inconveniente tiene un nombre técnico, insípido, incoloro e inodoro” (p. 48-49).