Si digo que Japón es una tierra de contrastes no os estoy descubriendo nada nuevo. Desde que el país de los robots, el Tenjin Matsuri y el sushi se convirtió en una tendencia, tanto a nivel turístico como cultural o culinario, todo el mundo sabe que en Japón podemos encontrar los avances tecnológicos más punteros así como las tradiciones más antiguas. Pueblecitos que son remansos de paz donde el tiempo parece haberse detenido en el período Heian destacan de igual forma que las luces de neón de Akihabara, los inodoros inteligentes o los trenes bala. Y a pesar del torbellino capitalista que arrastra a la población a una cultura del materialismo más obsceno, lo tradicional y lo moderno se mantienen en un sólido equilibrio consiguiendo que tanto el japonés urbanita como el del pueblo más remoto conozcan la historia, el folklore y las costumbres de su país. Ejemplo de esto son los mukashi-banashi que son un conjunto de cuentos populares que se vienen contando de padres a hijos desde hace cientos de años. Algunas de esas leyendas, cercanas a la fábula, son incluso muy conocidas a nivel mundial. El cómic del que os hablaré hoy toma tres de esas historias como premisa para crear una nueva leyenda pero manteniendo siempre el espíritu de la original.
No lo abras jamás, publicada por Astiberri, es la nueva obra de Ken Niimura. Niimura, ilustrador además de autor de cómics, es sobre todo conocido por la obra de Soy una matagigantes, manga que cosechó tal éxito que incluso fue llevado a la gran pantalla. Mientras que en Soy una matagigantes Niimura trabajó conjuntamente con Joe Kelly en una historia contemporánea donde la fantasía y el drama se mezclaban, en No lo abras jamás el autor toma totalmente las riendas y reinterpreta tres cuentos del folklore japonés. Urashima Taro, Ikkyu-san y La gratitud de la grulla son las leyendas escogidas por el autor. Las tres tienen un elemento en común que en cierto modo las conecta, y es la acción reacción que se crea ante la prohibición, y más cuando esta intenta secuestrar la curiosidad.
En No lo abras jamás, primera narración que da nombre al manga, seguiremos los pasos de Taro, un niño que vive con su madre y que cada mañana se levanta temprano para ir a pescar. Un día descubre a dos sinvergüenzas golpeando a una tortuga y Taro actúa con diligencia para salvar al animal. La tortuga resultará ser un súbdito del Palacio del dragón además de convertirse en el pase para que Taro viaje a las profundidades del mar. Es posible que la historia os suene, y es que esta leyenda se ha versionado en animes como Doraemon, Dr. Slump o One Piece. Pero aunque la conozcáis descubriréis que los cambios realizados por Niimura son notables y adecuados. Cambios que otorgan al clásico cierta justicia poética además de dejarnos el mensaje de la importancia de aprovechar el tiempo en lo que realmente importa.
Nada es el entreacto de una sesión doble, la historia de humor para rebajar la tensión del drama, el amor y la acción. Aquí la tentación de lo prohibido es una tinaja en la que no tenemos muy claro si contiene un manjar dulce o el peor de los venenos. Un maestro marcha dejando a sus discípulos a cargo del templo y de dicha tinaja. La lucha de intelectos entre maestro y alumnos, con la psicología inversa como arma arrojadiza, nos deja con el ¡ay! y el ¡uy! hasta que llega el desenlace.
La promesa es la guinda del pastel, la joya de la corona. En esta última, y bella historia, Niimura nos muestra la anodina vida de Yohio. Y entonces aparece en escena Tsuu, una misteriosa muchacha que resuelve quedarse a vivir con el protagonista. Y como el protagonista es buena gente pero también un muerto de hambre ella decide tejer bellas telas en una habitación de la casa para que él las pueda vender, pero le hace prometer una cosa: “Pase lo que pase, no abra mientras esté tejiendo”. La tentación está servida. Envidia, amor, fe ciega y esas contradicciones que nos hacen humanos se unen para crear un cuento cautivador.
En No lo abras jamás el dibujo de Ken Niimura, de corte minimalista y limpio, estimula la capacidad del lector para hallar patrones y, de esta forma, imaginar ese rostro taciturno que apenas es una sombra o encontrar una pícara sonrisa en una línea curva que se diluye en el blanco. Tinta y lápices confluyen para crear paisajes nevados, ríos caudalosos o un burbujeante fondo del mar lleno de vida en lo que a simple viste parece un boceto. Sinceramente, al observar trazos y pinceladas no puedo más que imaginar a Niimura dominando giros de muñeca en lo que podría definirse como la bonita amistad entre el storyboard de un anime y la técnica del sumi-e. En lo que concierne al color, el blanco se apodera de las páginas y los tonos oscuros marcan el límite entre el día y la noche. Y luego está el rojo. Este color es utilizado para dar un toque de atención al lector, para decirle “atento a esto que es tremendamente importante”, pero también sirve para marcar un giro dramático, el arrebato del clímax, o, como no podría ser de otra forma, la sangre. Magnífica, por ejemplo, es la transición de blanco a rojo para, paulatinamente, volver a limpiar la página de bermellón en el apogeo de la primera historia. En conjunto, Ken Niimura deja claro que es mejor sugerir que mostrar y que, en ocasiones, menos es más, mucho más.