Nuestro pan de cada día, de Predrag Matvejevic
Hay quien dice que lo que nos diferencia de los animales es la capacidad de hablar. Otros se inclinan por la risa, aduciendo que los animales, a su manera, se comunican, mientras que sólo los seres humanos se ríen. Los hay que, por su parte, señalan que el hombre es el único animal consciente de su propia mortalidad, mientras que los de más allá hablan del sentimiento ético. Pero todos se equivocan: es el pan lo que nos hace humanos. Ésa es por lo menos la idea que me ha venido a la cabeza en más de una ocasión leyendo este extraordinario Nuestro pan de cada día.
Coincidiréis conmigo en que el pan que hoy comemos no tiene nada que ver con el de nuestra infancia. Hace unos años, uno podía decir “este pan está un poco duro, ¿es de ayer?”. Hoy es más probable oír una frase del tipo “este pan es incomible, ¿a qué hora lo has comprado?”. Sin embargo, la añoranza por un pan como el de antes no es algo que se deba exclusivamente a la industrialización del sistema de elaboración. Así, al descubrir que Virgilio lamentaba que el pan hecho para la gran ciudad no fuera como el que él recordaba de su Mantua natal, se pregunta uno si esa nostalgia por una especie de pan primigenio no tendrá unas raíces más profundas.
“El origen del pan”, nos dice Matvejevic, “se relaciona con la trnasformación del nómada en sedentario, del cazador en pastor, de unos y otros en labradores”. El pan está así indisolublemente unido a la vida en comunidad, al hombre como creador, como forjador de su destino; al nacimiento de la civilización y por ende, y sobre todo, a la religión. “El agricultor contemplaba la tierra arada esperando el fruto. Contemplaba el cielo temiendo por su siembra. Tanto la tierra como el cielo eran un enigma para él. Surgían y se extendían diferentes ideas y creencias”.
No existe un alimento cuyo consumo esté tan sujeto a ritos y ceremonias como el pan. El pan representa el cuerpo de Cristo. Moisés ordenó a los judíos comer pan ácimo en Pesaj para conmemorar los días en que huían del ejército del faraón y su pan no llegó a leudar. A los presos se los condenaba a pan y agua. Las penas con pan son menos. La falta de pan es causa de revoluciones. Compañero: el que comparte su pan.
Leer Nuestro pan de cada día es adentrarse en un breve pero intenso tratado de historia, etimología, agricultura, mitología y religión, repleto de algunas anécdotas jugosísimas, y de otras bastante más secas. Qué me decís si no de los galeotes encadenados al tolete del remo. Recibían “tortas amasadas con algarroba molida, que endurecía y resecaba las heces, de modo que podían barrerse de la cubierta sin necesidad de desencadenar al galeote”.
Con este libro el lector aprende algo en cada una de sus líneas. Descubre uno, por ejemplo, que como los animales o las lenguas, también los cereales se extinguen. Nunca podremos comer pan elaborado con trigo shummera, ales ni emmer. Sus granos se han encontrado en yacimientos arqueológicos, pero la semilla del interior estaba muerta. Aprendemos que en la antigua Roma, había panis civilis, para ciudadanos con un permiso especial; panis palatius, que se comía en el palacio del emperador; panis castrensis, el que se daba a los soldados; panis nauticus, para los navegantes; panis plebeius, panis rusticus (el de los campesinos) y, para los esclavos, panis sordidus.
Nació entre cenizas, sobre piedra. El pan es más antiguo que la escritura. Sus primeros nombres están grabados en tablillas de arcilla en lenguas extintas. Parte de su pasado ha quedado entre ruinas. Su historia está repartida entre países y pueblos.
Como quien no quiere la cosa, con maestría y erudición, en un párrafo el autor es capaz de llevarnos de un continente a otro, de la civilización sumeria a la Revolución Francesa, de la búsqueda del vellocino de oro a la tahona de la plaza del pueblo. Sin adornos, sin alaracas, sin ingredientes rebuscados. En definitiva, Predrag Matvejevic parece escribir con una receta tan sencilla como la del pan de cada día.