La primera vez que salí de España tenía once años. Ahí estaba yo, en medio de Barajas, dispuesta a coger un avión dirección París. Estaba realmente angustiada y me daba pánico pensar que iba a pasar mucho tiempo —o al menos eso me parecía a mí— encerrada en un cacharro de metal que desafiaba todas las leyes de la gravedad. Antes de coger el avión, mi madre no paraba de decirme que me tranquilizara, que el vuelo era muy cortito, que era el medio menos peligroso para viajar y toda esa retahíla que se le dice a alguien que está a punto de no coger un avión por miedo a volar. Al final hice de tripas corazón y me coloqué en el asiento que me habían asignado. Me hice lo más pequeña posible, encogiéndome hasta casi camuflarme con el asiento. Lo pasé muy mal y el encontrar turbulencias justo cuando estaban sirviendo la cena no ayudó demasiado. Pero aguanté, me tragué el miedo y la insípida comida y, cuando quise darme cuenta, ya estaba en París.
París, la ciudad del amor, del glamour y de la vida bohemia. Era noche cerrada cuando llegamos. Cogimos un taxi para que nos llevara al hotel, que estaba muy cerca del Arco del Triunfo y de camino solo pude ver luces y más luces. Puentes adornados con farolas de ensueño, calles adoquinadas iluminadas con bombillas anaranjadas. Cuando pienso en París esa es una de las imágenes que me viene a la mente: luz.
Yo tenía once años por aquél entonces y era la primera vez que cruzaba la frontera. Para mí todo era completamente nuevo. Me sorprendía por cada cosa que veía, por mínima que fuera. Creo recordar que incluso llegue a fotografiar una tienda de souvenirs. Qué bonito es dejarse fascinar tan fácilmente; y tengo que admitir que, a pesar de los años, sigo sorprendiéndome con tanta facilidad por todo.
Otra de las cosas que más me gusta, a parte de viajar, es pintar. Me he dado cuenta recientemente que hace mucho tiempo que no pinto. Antes lo usaba como terapia: cuando llegaba de clase saturada y de mal humor, cogía un pincel, ponía la música a todo volumen, y todos los males y frustraciones se quedaban impresos en el lienzo. Cuando me quería dar cuenta, había pasado toda la tarde pintando y ya no era capaz ni de recordar por qué me sentía frustrada. Como digo, hace mucho que no pinto. No sé si será por falta de tiempo o, simplemente, por pereza. Y eso precisamente fue lo que me animó a hacerme con París secreto, de Zoe de las Cases. Llevo bastantes meses escuchando los beneficios de los libros de colorear para adultos. Cuando empezaron a ponerse de moda tuve la tentación de comprarme uno, pero al final no lo hice. La idea de verme a mí misma coloreando como una niña pequeña se me antojaba absurda y ridícula. Pero al ver que todo el mundo se había unido a esta moda afirmando que es una de las mejores terapias antiestrés que puede existir, decidí olvidar mis prejuicios y probar. Me puse los cascos —con la música al máximo, que es como a mí me gusta— y empecé a colorear. Cuando me quise dar cuenta, habían pasado dos horas y yo no había apartado mi vista de los ensortijados dibujos de París secreto. Ya no pensaba en la Universidad, ni en los trabajos que tenía que entregar, ni que la horrible semana que me esperaba a partir del lunes, ni de que tenía que arreglar un montón de papeles. Solo pensaba en París, en sus calles, en el romanticismo que emana de cada rincón. Solo pensaba en felicidad, en liberación y en tranquilidad. Por unos momentos, solo pensé en luz.
A veces es bueno dejarse llevar, olvidarse de la rutina por un rato, desconectar. Vivimos en un mundo que va cada vez más deprisa, que hace que te muevas a un ritmo frenético y que nos hace desear que los días tuvieran más horas. Invertimos mucho tiempo en el trabajo y en los estudios y nos olvidamos por completo de nosotros mismos. Por eso es bueno de vez en cuando echar el freno, relajarse. Para ello ya no es necesario que vayas a un spa, ni si quiera que vayas al mismísimo París. Basta con coger unos lápices de colores, ponerse cómodo y dejarse llevar.