Rompepistas, de Rosa Codina

RompepistasPara nuestra desgracia, nos ha tocado vivir tiempos interesantes. Pero interesante no es, desde luego, lo mismo que próspero, feliz o divertido. Y es que, viendo lo que hay y lo que se avecina, cada día está más claro que cualquier tiempo pasado fue mejor, infinitamente mejor y mucho más divertido que el presente.

Verbigracia, las tribus urbanas. ¿Quedan? En mis tiempos, ¡ah, mis tiempos!, teníamos los heavies, los punks, los skins, los mods, los rockers, los siniestros… Todos ellos formados en su mayoría por jóvenes de clase trabajadora, unidos por su amor a una estética y un estilo de música, y por su odio a la otra tribu urbana: los pijos.

Fijaos si han cambiado las tornas que hoy las pocas pseudotribus que existen están formadas casi exclusivamente por esos mismos pijos, que ahora, sin embargo, pierden el culo por colgarse etiquetas como geeks, gamers, swaggers y emos, entre otros. Son personajes patéticos, sin personalidad, criterio ni reivindicaciones políticas, y su rebeldía se limita a vestirse como el actor de alguna comedia americana de la que han sacado las poses, los gestos y las coletillas.

Como veis, hoy estamos nostálgicos y severos. La nostalgia, cosas de la edad, la llevo siempre conmigo, y la severidad se la he tomado prestada a Kiko Amat, hombre de opiniones aún más contundentes y extensos tatuajes, y en cuyo libro Rompepistas se basó Rosa Codina para esta estupenda novela gráfica del mismo título.

La historia transcurre en una de esas ciudades de mala muerte, feas hasta decir basta y aburridas como una discoteca en el Vaticano, que salpican el extrarradio barcelonés. Allí vive nuestro héroe Rompepistas, que, como buen adolescente punk que es, ha dejado el instituto, se lleva a matar con su padre y vive para emborracharse con sus amigotes, tocar con su banda y destrozar el mobiliario urbano, entre otras aficiones. Rompepistas sigue enamorado de Clareana, a la que perdió por ser un gilipollas, y ahora se le parte al corazón al ver cómo ella se apaga los cigarrillos en el tatuaje de amor que se hizo con su nombre.

Una de esas noches muertas, su amigo el Chopped, un skin de armas tomar, consigue que un colega le preste su R5 y se va con otros pelaos al pueblo de al lado (ya sabéis que el aburrimiento en la otra orilla siempre parece menos aburrido). En ese pueblo se meten en una bulla con la gente equivocada, a saber, un grupo de chungos, y al día siguiente empiezan a oírse tambores de venganza.

Mientras tanto, nuestro héroe ve cómo su mejor amigo, el Carnaval, se está ganando los favores de Clareana. Y para postre, sus padres, juntos casi desde niños, le anuncian que van a pasar unos días separados, a ver si se arreglan las cosas entre ellos. En la vida de Rompepistas, donde hasta ahora lo más destacable era la vomitona semanal, de repente se aceleran los acontecimientos, siempre perfectamente narrados con las ilustraciones de Rosa Codina, sinceras y desenfadadas como la escritura del propio Amat.

Desde la primera escena, en la que vemos a Rompepistas convertido en un hombre de traje y corbata, que parece no conservar del pasado más que un tatuaje con el nombre de Clareana, y a lo largo del flashback que nos lleva casi hasta el final, asistimos a una clásica historia de iniciación, desengaño y aprendizaje. Servidor no sólo se lo ha pasado pipa con ella, sino que me ha venido, como un puñetazo en el píloro, un ataque de nostalgia por aquellas noches de borrachera en busca de aventuras bajo la luz de las farolas.

 

 

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