Solos

Solos, de Adam Baker

Como escribiría mi nunca suficientemente loado Leif G.W. Persson, ¡uau y reuau! ¡Uau y reuau! Así de en cantidad y calidad me ha impresionado la lectura de Solos, la primera novela de Adam Baker, quien causó sensación en el mundo editorial y lector anglosajón con su debut; tanto, que ya ha escrito una precuela, Juggernaut, de similar temática y elementos narrativos, y no parece que la mina se vaya a agotar muy pronto.

Porque, aunque he leído novelas mejores que Solos en lo que va de año, ésta –y no sólo en ese plazo sino en muchos meses más– es aquélla de la que, esperando menos, más me ha dado. En suma, ha sido mi lectura–revelación más memorable en mucho tiempo; al menos, que yo recuerde. Y es que, siendo sincera, la pequeña esnob que, como le pasa a todo lector, habita en mí no auguraba tanta destreza, tanta listeza, tanta imaginación y tanta disfrutable mala leche de este Solos que venía con el imán–baldón de best seller en la portada. (Mis favoritos son los libros entretenidos, aunque sólo tengan esa cualidad).

Algunos dicen que Solos no aporta nada nuevo al género de terror. Pues bien, se equivocan, o bien se niegan a conceder a Adam Baker el mérito de haber dado nueva frescura a un género narrativo que, después de un renacimiento un tanto atropellado, y precisamente debido a tal circunstancia, vuelve a tambalearse por exceso de uso y falta de nuevas ideas; los antiguos terrores amenazan con convertirse en clichés que ya nada significan, y aun menos nada son capaces de inspirar. Pues Adam Baker ha conseguido crear una obra de debut en la que, a pesar de los defectos, que los hay, es imposible no meterse de hoz y coz, e imposible asimismo dejar su lectura sin haberse contagiado del virus del mal rollo, de la claustrofobia y de la morbidez que tanto deleitan a los aficionados al género.

Solos es adictiva desde el primer momento, desde esas escenas, las últimas del mundo preapocalíptico, que Adam Baker nos describe y en las que ya se respira el aire que huele a podrido. Escenas en la refinería Krasker Rampart, de bandera británica, en pleno Círculo Polar Ártico. Quedan unas 15 personas empleadas de la refinería, todas a punto de marcharse de vuelta a casa. Intuimos que cada una ha tenido sus motivos más o menos inconfesables para querer ser enviado a uno de los lugares más inhóspitos de la Tierra y ser recluido en un gigantesco armazón de acero en medio del océano, sin nada que remotamente se parezca a la vida normal. Pues bien: esas 15 personas, que no se llevan ni mal ni bien, se quedarán de pronto condenadas a permanecer en esa isla de acero cuando se den cuenta de que se han quedado solas de verdad: un virus misterioso y mortal ha asolado a la humanidad y las cadenas de televisión dejan de dar señal tras haber emitido las últimas escenas del desastre. A partir de ahí, cualquier cosa puede pasar. Y pasa.

Y pasa, porque Adam Baker es capaz de sorprendernos con una historia que se mueve de forma endiablada, con giros y trucos que, sin ser muy numerosos, surgen en los momentos apropiados y son lo bastante efectivos –y efectistas– para dar cuerda a una historia que jamás da muestras de agotamiento y que recuerda, ya sea en ambientación, en desarrollo o en concomitancias menos evidentes, pero palpables, a La cosa, a Resident Evil o a The descent, por ejemplo; y, personalmente, también a un La vida de Pi escrito con veneno en la pluma. (Hablando de Resident Evil, a Solos no le falta ni el personaje protagónico femenino, insólito en sí mismo: una reverenda atea llamada Jane Blanc, obesa, desgraciada y de tendencias suicidas, a quien la adversidad moldea y convierte en un personaje de rompe y rasga parecido a la Alice encarnada por Milla Jovovich).

Solos de Adam Baker es un libro que reúne muchas de las cualidades que se le presuponen a una novela para ser best seller… y también presenta varios de los defectos comúnmente atribuidos a ese tipo de novelas. El más craso de todos ellos es, para mí, un deus ex machina (o personaje ex machina, por mejor decir) que sucede hacia el final de la novela y que nunca es satisfactoriamente enlazado con nada de lo que hemos leído hasta ese momento y que huele, más bien, a solución de emergencia para dotar de ritmo nuevo y de nueva emoción al relato. No es el único; hay agujeros que podrían dar perfecta cabida a uno de esos gigantescos trasatlánticos como el que aparece mencionado en la novela; y hay páginas tan rebosantes de cables de un solo núcleo, empalmes, enlaces, generadores, grúas, baterías, alimentadores y resortes, y la narración de cómo uno o varios personajes lidian con uno o varios de tales elementos, los combinan, los buscan, los manipulan, los accionan, los alimentan o los pierden es a veces tan exhaustiva, que los párrafos más bien parecen sacados de un libro de texto de formación profesional que de una novela de aventuras y terror. No obstante lo cual, son cosas que, seguramente, lectores, se encontrarán ustedes a sí mismos perdonando sin demasiadas contemplaciones.

Al margen de la emocionante historia, hay en Solos una cualidad que probablemente lo sea más bien del autor, Adam Baker, que me ha gustado mucho, y es la capacidad de sugerencia de los pasajes más reposados y también más delirantes en los que se nos habla directamente de la locura, de la claustrofobia, de la dificultad para distinguir en todo momento realidad y ficción. A medida que avanza la narración y el mundo real pasa a ser sustituido por el mundo limitado y terrorífico de la refinería y sus aledaños, la locura se instala en las vidas de los personajes y también en sus mentes. Hay en Solos pasajes breves, pero poderosos y bastante originales, descriptivos de las ensoñaciones y de las divagaciones de algunos personajes que van perdiendo la razón o, acaso, acercándose a ella más de lo que nunca les fue posible en la vida que ellos consideraban normal. Hay imágenes fugaces pero muy sugerentes, evocadoras y, por qué no, bellas. Solos es también una novela en la que late una honda tristeza, propia de la soledad. A ratos, le hace a uno pensar si el fin del mundo podría ser así. Y se responde uno: ¿por qué no?

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