Cuando era pequeña tocaba el piano. Más o menos a los siete años empecé las clases y las dejé cuando tenía quince. Lo abandoné, radicalmente. Hasta el punto de guardar el piano en el desván para no verlo nunca más. Hace poco me reconcilié con él, volví a colocarlo en su sitio, imprimí varias partituras y de vez en cuando le dedico un ratito de mi vida.
Y os preguntaréis… ¿por qué lo dejaste después de tantos años? ¿Qué pasó? Muy sencillo: que me daba miedo. Me daba miedo perderme cosas por estar en casa ensayando. Me daba miedo fallar en las galas que hacíamos cada pocos meses. Me daba miedo decepcionar a mi profesora y a todos los que siempre me preguntaban por el dichoso piano. Me daba miedo invertir tantas horas en algo para que después no fueran a ninguna parte.
Hoy, después de diez años, me daría una colleja gigantesca. Nadie me presionaba, pero no yo lo veía así. Las horas no eran en balde, pero yo no era capaz de comprenderlo. En realidad no me perdía nada porque todo se podía compaginar, pero yo me ahogaba en un vaso de agua.
Y será por todo esto por lo que me he sentido tan identificada con uno de los protagonistas del libro del que vengo a hablar hoy, Sones de Iemanyá, de J.B. Rodríguez Aguilar. Y cuando terminéis la reseña espero haberos transmitido bien la razón.
En esta novela encontramos dos protagonistas que viven en dos tiempos distintos. Por una parte está Jorge, cantante, que vive a finales del siglo XX y que se enfrenta a una de las mayores oportunidades de su carrera: sustituir al cantante principal de La traviata, pudiendo demostrar entonces su valía. Y, por otra parte, encontramos a Amanda, que vive en el Brasil de los años sesenta, época difícil por el golpe militar que sufrió el país entonces. Amanda es bailarina y gracias a la gira que va a realizar conocerá a un hombre que le robará el corazón, un hombre rico que trabaja para una petrolífera.
Las vidas de estos dos personajes esta irremediablemente unidas, aunque ellos todavía no lo sepan (y el lector, aunque se lo huela desde el principio, no sea verdaderamente consciente de ello hasta el final). Y entre estas dos historias encontraremos los mitos del mar y de la diosa Iemanyá, que le dará a esta novela un punto mágico y místico.
Cuando empecé a leer el libro me sorprendió la calidad de las descripciones. J.B. Rodríguez Aguilar se toma su tiempo para poner al lector en situación. Hay que tener en cuenta que las dos historias ocurren en momentos y lugares diferentes, por lo que es necesario ambientar a quien lo lee para que este se pueda hacer una idea de dónde se sitúa cada acción. Hay una cosa que hay que destacar y es que, a pesar de que cada capítulo está dedicado a uno de los personajes y estos se van alternando consecutivamente, el lector es capaz de ubicarse en el escenario perfectamente. Tan solo leyendo el comienzo de los capítulos, el lector ya identifica ese escenario y en su mente enseguida se forma el ambiente ideal para que la historia siga transcurriendo.
Sobre todo los capítulos que tienen lugar en Brasil son los que reflejan más este hecho. No sé si será porque era la historia que más me gustaba, pero los sentía reales. Jamás he estado en Brasil, pero mi mente era capaz de imaginarse el escenario ideal, ¡incluso los colores! ¿No os ha pasado alguna vez que identificáis algún lugar con un color? Pues bien, para mí Brasil es de color ámbar, y así ha seguido siendo después de leer esta novela.
Pero no solo la historia de Amanda me ha resultado interesante (aunque como digo, ha sido mi preferida), sino que Jorge también ha llegado a mi corazón. Jorge es un personaje especial: tiene muchos miedos y dudas. La oportunidad de su vida se pone delante de sus narices y, aun sabiendo que eso no ocurre dos veces, en vez de ver el lado bueno y luchar por ello, le asaltan las dudas. Jorge en ese sentido me recuerda mucho a mí, una persona que se autosabotea (bueno, en mi caso, autosaboteaba, porque os juro que aquello que me pasó con el piano no me volverá a pasar en la vida) hasta el punto de poner en peligro su propio destino.
Sones de Iemanyá me ha recordado un poco al género del realismo mágico, en la medida en que el autor nos da una historia puramente real, con personajes muy verdaderos e historias muy creíbles y, de repente, introduce un elemento místico con toda la naturalidad del mundo. Como si fuera evidente que ese elemento pertenece a la realidad y nadie lo pudiera poner jamás en duda. Esa mezcla perfecta es lo que hace que no se pueda catalogar como ciencia ficción ni tampoco como novela realista. A mi modo de ver es algo muy difícil de conseguir, porque lo “fácil” (vamos a entrecomillarlo porque aquí fácil, fácil, no hay nada) sería coger un género, ya sea ficción o realidad, y desarrollarlo íntegramente. Pero saber mezclar los dos géneros como si fueran indivisibles e ininteligibles el uno sin el otro, es donde radica la verdadera dificultad. Como digo, creo que el autor salva esta situación perfectamente y nos da una novela con tintes de realismo mágico que encantará a todo aquel que ame a Márquez o a Vargas Llosa.
Leer esta novela me ha hecho recordar esta historia sobre mí misma en la que muy pocas veces he pensado. Siempre digo que no creo en el destino, pero ahora mismo estaba a punto de decir que, de haber seguido con el piano, ahora mismo no estaría aquí escribiendo estas líneas. Pero quién sabe. Solo sé que ahora mismo no tengo el miedo que tenía Jorge. No tengo el miedo que tenía yo con quince años. Y que lo voy a dejar aquí por escrito para que jamás se me olvide y sepa que hay que perseguir los sueño siempre, cueste lo que cueste.
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