«Había una vez un joven que deseaba conseguir el Deseo de su Corazón».
Con esta frase tan de cuento comienza Stardust, de Neil Gaiman. Un inicio típico, incluso ñoño, pero con Gaiman nada es nunca lo que parece. Puede que haya un joven enamorado dispuesto a cruzar el mundo para conseguir una estrella caída y regalársela a la joven más hermosa del pueblo a cambio de un beso, o cualquier otra cosa que él le pida, pero también hay unos hombres sombríos, acompañados por los fantasmas de sus hermanos muertos, que buscan esa misma estrella, dispuestos a matarse entre ellos para que el último que quede en pie se proclame Señor de Stormhold. Puede aparecer un unicornio para velar por los héroes de esta aventura, pero también hay tres brujas que los vigilan, maquinando cómo acabar con ellos.
Es inevitable imaginarse junto a una chimenea, una noche cualquiera, escuchando esta historia dulcemente siniestra. Gaiman es un gran contador de historias y sabe cómo envolvernos en una atmósfera mágica sin que perdamos de vista la realidad. Desde el principio nos advierte que esta aventura comienza en el pueblo de Muro, a muy poca distancia del caótico Londres, en los tiempos en los que la reina Victoria aún era soltera y Charles Dickens escribía Oliver Twist. Con estos anclajes al mundo real, Gaiman consigue que la historia se mueva entre la línea de la fantasía y el «pudo ser». Porque sí, ahí reside el encanto. Pudo ser, ¿por qué no? En aquella época en la que los seres humanos no habíamos sucumbido del todo a nuestras grises existencias, cuando más allá del bosque aún había una tierra adonde acudir para alcanzar nuestros sueños si éramos capaces de luchar lo suficiente por ellos.
En esta historia hay mucha magia, pero también mucha humanidad. Gaiman se sirve de los elementos clásicos del género para cuestionarlos o darles la vuelta: los héroes tienen hambre y dolor y las damiselas son ariscas y están hartas de que intenten salvarlas. Tal vez este planteamiento ya no sea novedoso, e incluso esté de moda en el cine y en la literatura, pero Gaiman publicó por primera vez Stardust en 1999, dejando claro con esta, su segunda obra, que había llegado para convertirse en referente del género. Con ella ganó los premios American Library y Mythopoeic, y Charles Vess, su ilustrador de cabecera y creador de las ciento setenta y cinco ilustraciones del libro, obtuvo el World Fantasy al mejor dibujo. Su despliegue de estilos y recursos no merecía menos, y fue una contribución inestimable para que Stardust se convirtiera en una obra encantadora.
Un cuento de hadas narrado de forma sencilla, hasta infantil, pero repleto de imágenes certeras, en el que el mundo y los personajes creados por Gaiman e ilustrados por Vess nos atrapan, con su dulzura y con su crueldad. Al pasar cada página, atravesamos Faerie, la tierra de las hadas, ese lugar donde «te quitan la manta para verte de verdad» y tal vez acabes convertido en un animal o, quizá, solo liberen la bestia que habita en tu interior. Es un viaje peligroso, pero no hay que temer. Con un poco de suerte, cuando lo concluyamos, ya no tendremos que volver a nuestra existencia gris: Gaiman nos habrá enseñado el camino de la fantasía. Y podremos regresar —a Gaiman, al género fantástico— siempre que lo deseemos.