Tiempos de hielo, de Fred Vargas
Entre las múltiples, quizá infinitas maneras en que se podría definir lo que es un escritor, está posiblemente ésta: un escritor es un señor que lucha toda su vida por poner por escrito, en forma de alegoría o ficción, todo lo que sabe -o todo lo que le obsesiona- acerca de un tema, para ver si consigue responderse a las preguntas que se hace a sí mismo sobre tal tema. Ésa es la razón por la que se dice que todo escritor escribe una y otra vez la misma novela, y siempre la misma; son intentos fallidos de desentrañar aquello que él piensa y que quizás sabe, pero que no acierta a expresarse a sí mismo.
Por otro lado, también podemos decir que hay novelas de misterio y novelas de misterio, novelas policíacas para todos los lectores de novelas policíacas y otras novelas policíacas para algunos lectores de novelas policíacas. No es perogrullada y, para demostrarlo, cojamos la nueva novela de Fred Vargas. O, mejor cojamos su nueva novela y otra anterior; el título es lo de menos. Pongamos que esta reseñista lee ambas novelas, primero la otra y luego la más reciente. Cuando lee la otra, se pregunta qué tiene esta agua para que tanto la bendigan, porque, aparte de que la trama policíaca no tenía mucho chiste (la identidad del asesino no constituía ningún secreto digno de tal nombre), la trama daba vueltas como un tiovivo y se perdía por vericuetos rarísimos que acababan en ninguna parte. Eso, para dar una idea en plan muy resumido de la raridad que impregnaba la novela de principio a fin. Cuando la terminé, no sabía si me había gustado o no.
Pero –importantísimo matiz; decisivo, como se verá–, me pasó como les pasa a muchos la primera vez que prueban la tónica: me quedaron ganas de echarle otro vistazo.
El vistazo se lo he dado ahora, gracias a que la editorial Siruela me proporcionó un ejemplar de Tiempos de hielo, novela con la que Vargas ha cosechado numerosos elogios y una tirada cienmilenaria en su país, Francia.
Me acerqué con tiento y prudencia a Tiempos de hielo, no queriendo casi acordarme de un protagonista, el comisario Jean–Baptiste Adamsberg, de quien guardaba recuerdos vagos (si hasta creía que era canadiense) y no demasiado alentadores.
Y me alegro infinito de haber superado mis reticencias y haberle dado una segunda oportunidad. Esta vez, sí; esta vez, Adamsberg –y Vargas– me han convencido.
Como creo que ha quedado claro, no conozco bien la obra de Fred Vargas ni la evolución de su estilo, pero veo que éste no ha variado desde mi anterior lectura de ella a ésta, por lo cual puedo decir que es un estilo singular, muy sui generis; un estilo de una escritora sin complejo alguno ni el menor deseo de ahormarse a unas convenciones de probada eficacia, sino que prefiere mantenerse fiel a su singularidad. Es una escritora que construye historias, no necesariamente policíacas ni criminales, pero sí historias que enganchan, que pueden durar lo mismo cuatrocientas páginas que un párrafo. Historias de personajes singulares, tan singulares como la propia autora. Historias chocantes, humorísticas de un modo muy peculiar, con señas propias de feroz individualidad que pueden significar mucho, que pueden trascender la mera anécdota… o no, pero que, en cualquier caso, desafían implícitamente al lector a encontrar historias similares en cualquier otro tipo de novela.
En Tiempos de hielo, Adamsberg y su equipo –formado por individuos, cada uno con su personalidad, no por figurantes ni por simples nombres intercambiables– se enfrentan a unos asesinatos que parecen obra de un asesino en serie, pero que están unidos por una malhadada expedición a Islandia que acabó como el rosario de la aurora y que, aun hoy, más de una década después, constituye un misterio. Cuando están sobre esa pista, la cosa se desvía y apunta hacia otro trasfondo no menos singular: una especie de secta o sociedad –muy singular, lo han adivinado– de fanáticos robespierristas que se entretienen representando las sesiones parlamentarias durante la época de la Revolución.
Todo esto es, en efecto, tan raro como lo parece en la sinopsis, pero es también atrozmente fascinante. La trama detectivesca avanza a veces muy rápido y se estanca en otras, pero no nos da tiempo a aburrirnos y, si nos estamos aburriendo, ni nos damos cuenta, porque entre medias la autora nos intercala, como quien no quiere la cosa, estampas de una fluidez asombrosa, con diálogos precisos e imprescindibles, con sucedidos que, de tan estrafalarios como son, sólo pueden ser calcos de los que nos pasan a todos en la vida real. Y la escritura de Fred Vargas es tan hipnotizante, que tampoco nos percatamos, o no nos queremos percatar, de que a ratos hace trampa con la historia netamente policíaca, y de que la historia criminal infringe quizás algunas de las sacrosantas leyes de la novela criminal. Pero lo mismo hacía Agatha Christie, que se inventaba venenos y hacía pasar por verosímil lo que era a todas luces imposible y hasta ridículo, y nos quedábamos siempre admirados del grandísimo arte de la autora. Pues aquí pasa tres cuartos de lo mismo. Y, sí, al final hay que rendirse ante Fred Vargas. Puede que haya autores de novela negra mejores, más ortodoxos, más escrupulosos en su seguimiento de las normas, más transparentes, pero no hay ninguno como ella; ninguno hay tan original, tan magistral en su manejo de diálogos, en su construcción de personajes, en su forma de hacer que lo insólito adquiera carta de naturaleza en la realidad.
Y ahora retomo la reflexión que compartía al principio con los amables lectores. Porque Fred Vargas es una de las escritoras que -pienso, es mi impresión- mejor sabe poner en una novela muchas cosas que sabe acerca de un tema sobre el que nunca nadie podrá poner por escrito todo lo que sabe: la naturaleza humana y sus incontables vericuetos y misterios. En el fondo, toda novela es una novela de misterio, porque el ser humano es un misterio insondable. Tiempos de hielo es, en realidad, una novela que se asoma al alma de varios personajes, con rincones secretos que sugieren material para voluminosas y apasionantes investigaciones. Por ejemplo, ¿por qué sabemos exactamente cómo se siente Celeste al decir que las noches en que mejor duerme en su frágil cabaña son aquellas en que arrecian la lluvia y el viento en el exterior? Y ¿qué se esconde detrás de la ansiedad de escasez de la agente Froissy? ¿Por qué el hipersomne Mercadet eligió hacerse policía, precisamente? ¿Y qué demonios le pasa al comandante Danglard con Adamsberg? Sí, así de plagada está la novela de enigmas. Y la señora Vargas -chapeau- sabe escribir sobre ellas como si escribiera -atención- sobre nosotros. Con toda la ironía, con todo el humor, con toda la sabiduría y con todo el descaro del mundo.
Merece la pena leer a Fred Vargas, y un buen lugar para empezar o para continuar es Tiempos de hielo.