Todo, de Kevin Canty
No invierte mucho tiempo Kevin Canty en la construcción de sus personajes, son seres que simplemente actúan y a través de sus actos, la mayor parte de las veces erráticos, se les conoce, se vislumbra una vida en la que la infelicidad, las más de las veces, es como la entropía, siempre tiende a crecer, pero en la que pese a todo, pese a la obstinación pertinaz en el error, se sobrevive. Los personajes se refugian en la rutina, en una existencia mecánica en la que puesto que viven y respiran, trabajan y se emborrachan, sobre todo se emborrachan, se puede suponer que están vivos, no obstante lo cual el libro transmite una incomunicación brutal entre los personajes que despliegan sus mecanismos de autodefensa que les permiten sobrellevarse a si mismos en compartimentos estancos que apenas se relacionan entre sí más que puntualmente y generalmente sin comprenderse.
El cabrón de papá, se dijo RL. Su madre llorando en la cocina. Pero ahora los dos estaban muertos, y a no ser que RL anduviera muy, muy equivocado, a ninguno de los dos les importaría. RL podía gastarse el dinero de su padre en lo que le apeteciera sin traicionar a su madre. La única vez que tocó ese dinero fue para mantener a su madre en una residencia, y ya al final, cosa que le provocaba una sensación de orgullo mezclada con cierto sentimiento no muy bueno de venganza. Cuanto mayor se hacía más los echaba de menos. A los dos.
Estos especialistas en tristezas, sin embargo, se permiten no pocos actos nobles, aunque no parecen obtener de ellos la menor satisfacción, y demuestran con su ejemplo que no importan lo joven o viejo, lo inexperto o lo sabio, lo incauto o precavido que se sea: siempre hay tiempo para una decisión equivocada más, siempre se presenta la ocasión de arruinarse un poco más la vida, pero siempre hay tiempo también para superarlo y sobrevivir, y así, de tristeza a pena, de depresión a soledad, llega un momento en que la felicidad, sin apenas buscarla ni probablemente merecerla, tras una larga vida de huir de ella, les acorrala y prácticamente les obliga a recomponer sus almas rotas y aceptar que existe la posibilidad de una existencia plácida y amable en la que la alegría no procede, necesariamente, del whisky.
June seguía pensando que simplemente se recuperaría y seguiría adelante con su vida, tal como había hecho siempre. Era una persona valiente cuando había que serlo; eso lo sabía: era capaz de aguantar. Era capaz de sufrir. Tampoco es que fuera un gran talento. Preferiría saber cantar.
A través de un lenguaje directo, en ocasiones excesivamente conversacional, Kevin Canty nos acerca a las vidas de RT, propietario de un pequeño negocio de pesca y deportes de aventura en un pequeño pueblo plagado de residencias de millonarios (un esplendor sin alma, un bosque de casas vacías), su hija, una joven rebelde en constante búsqueda de sí misma y en lucha con su insatisfacción, y June, la viuda del mejor amigo de RT, quien, cansada de vivir en el pasado trata de iniciar una nueva vida, pero no sabe cómo dejar atrás tanta tristeza. RT buscará su felicidad en su pasado, lo que introduce en el relato a Betsy, personaje difícil pero de gran fuerza dramática. June la buscará procurándose un futuro, lo que introduce en el relato a Howard, orgulloso propietario de otra vida fallida que confunde superación y resignación y que a duras penas podría ayudar a nadie sin hacer antes lo propio consigo mismo. Layla se busca sí misma en el presente, en el día a día sin pensar en las consecuencias, lo que introduce en el relato a Edgard, personaje cuya evolución a lo largo del mismo es interesante como contrapunto a la de los demás. Ninguno de los tres es capaz de hallarle el sentido a esta especie de Fábula de los tres hermanos, la canción de Silvio Rodríguez, en que se ha convertido su vida y no se dan cuenta de que la solución a su insatisfacción está delante de sus narices, lo que suele ser un método de camuflaje muy cercano a la invisibilidad.
Porque el alcohol es la muerte, se dijo. Esa necesidad de aniquilación a ella no le era ajena. La aniquilación al final de cada camino: al final del tiempo, el culo de la botella, el sueño profundo y sin sueños que recuerda de su infancia. Ya no ha vuelto a dormir así, sino que sueña y tiembla y rueda a un lado y otro de la cama. Ayer por la noche se celebró una boda, pero no con Taylor, sino con otro hombre, ni siquiera le vio la cara…
Curso de reparación de caparazones: hace tiempo vi un cartel en la Facultad de Veterinaria que anunciaba un curso de reparación de caparazones (de tortuga) y estos días lo recordé y pensé que, además de tener un título extraordinariamente literario para tratarse de algo más bien prosaico, era una descripción de lo más acertada de este libro. RT, June, Layla, Howard y Edgard (Betsy no tanto) se pasan el libro tratando de reparar o reforzar los caparazones que habían construido durante toda su vida para mantenerse a cubierto de la infelicidad sin caer el la cuenta de que la habían dejado dentro, prisionera de ellos mismos quienes se habían convertido a su vez en presos y centinelas. Algunos de ellos aprenden que la felicidad no se puede blindar, que si se secuestra se pudre y sólo es si es libre, y al final a aprenden a desembarazarse del caparazón. Otros no.
andresbarrero@vodafone.es
Otro autor que no conocía y al que voy a tener que descubrir. Estos libros que giran en torno a la búsqueda de la infelicidad, de personajes fracasados,… Me suelen gustar. Y el fragmento que nos has dejado me ha gustado mucho, así que no lo dudo más y me apunto al autor.
Besotes!!!
Gracias por tus comentarios, espero que te guste si finalmente decides leerlo
Hay personajes en este libro que parecen muy reales, ese género de personas que hacen del sufrimiento una vida; muy linda reseña!
“personas que hacen del sufrimiento una vida”, si señor, yo no lo habría resumido mejor. Aunque estos logran dejar de hacerlo, o al menos lo intentan.
Un abrazo y gracias,
Andrés