A comienzos de la década de 1990, la juventud de Gijón se refugiaba de las noches lluviosas en los bares de Cimadevilla. Locales por donde nunca parecían pasar los días de la semana; siempre era sábado. La gente abarrotaba las calles, buscando un hueco en la barra donde acodarse y disfrutar de la música en directo. Aquel lugar tan emblemático para toda una generación fue el germen de un movimiento musical al que bautizaron como el «Xixón Sound». Posiblemente, el autor de dicha etiqueta lo hizo con la intención de poder englobar algo que —aún no se sabía muy bien el qué— estaba despuntando con fuerza en la ciudad asturiana. Hablar de sonido como movimiento sería excesivo, partiendo de que ninguno de los miembros compartían estilo o sonido musical. El punto común que unía a todas las bandas que componían dicha generación era la lúgubre y, a su vez y en su propia medida, encantadora ciudad de Gijón. Todos surgieron en los locales de los bajos de Cimadevilla: Manta Ray, Australian Blonde, Nosotrash, Screamin’ Pijas, Penélope Trip o Doctor Explosion fueron algunas de las bandas.
Si los miembros de estos grupos miran por el retrovisor hacia aquella época, seguramente rechazarán la pertenencia a ninguna generación o movimiento. No les gusta las etiquetas. Lo suyo era la pasión por la música, la suya propia, y la oportunidad que les brindó las noches de sidra, cerveza y el viento que arrastra el Cantábrico contra el muro de San Lorenzo. En realidad, y salvando las distancias obvias por repercusión mundial, no dista mucho de lo que, unos pocos años antes, se gestó en la costa noroeste de Estados Unidos, esa ciudad a la que todo el mundo adora, Seattle.
Pocos de aquellos músicos pudieron escapar de aquella ciudad y crecer musicalmente más allá de los Picos de Europa. Ahí es donde arranca la novela de David Barreiro, El túnel.
El protagonista es un músico de cuarenta años que, cuando tuvo éxito y la oportunidad de crecer en su profesión, perdió el tren que le llevaría a una mejor vida. Vida que, noche tras noche, se deshace entre los hielos de los vasos en la barra de un bar. Se reúne con todos aquellos amigos que, como él, no supieron alzarse al carro del Xixón Sound. Los recuerdos por ver cómo el amor se le escapaba y ponía distancias entre la ciudad asturiana y Madrid le atormentan. Tampoco le ayuda saber que, aquello que un día fue suyo, ahora está destinado al más absoluto silencio: el Bloom, el bar que le dio su fama musical.
Una novela que trata de oportunidades perdidas, de malas decisiones o, quizás, la cobardía para tomar la opción correcta. Todo aquello le suma a su protagonista en una espiral decadente en una ciudad que, a pasos agigantados, va perdiendo su personalidad. Puede que el amor, eso que suele ocurrir en las canciones, le ayude a escapar por fin de su descenso. O puede que no, al fin y al cabo, David, que comparte nombre con su autor —y seguramente algo más— es un hombre de invierno, un hombre que se pone obstáculos a sí mismo, convencido de la obstinación del destino por repartirle siempre las peores cartas de la baraja.
David Barreiro desarrolla en su novela la metamorfosis sufrida en la ciudad de Gijón con el paso de los años. Lo hace, además, valiéndose de una extensa lista de canciones que harán las delicias de todos los amantes del rock. Para un mostoleño que residió en aquella ciudad, la lectura del libro me ha devuelto, gracias a la fidedigna descripción de los rincones con más solera, a mis mejores días en Gijón: los paseos por El Muro, las noches de lunes en Cimadevilla o las tardes en la cuesta del Cholo, esa empinada calle que desprende olor a sidra y donde los gijoneses se apostan mirando al puerto «para comprobar que, pase lo que pase, el sol se sigue poniendo por el oeste».
El túnel no es una novela de superación. La ausencia de lucha es la marca de su protagonista, una forma de proceder en la vida distinta en una ciudad que no le ofrece nada y donde él ya lo ofreció todo. Decadentismo. O no.