La nieve siempre es muy resultona como escenario de terror. Todavía recuerdo vivamente cómo, de niño, por aquel glorioso 1982, me impresionó aquella copiosamente nevada La cosa, de John Carpenter, una película no del todo apreciada en su momento, pero que ha ganado mucho con el tiempo.
Situar una historia de terror en un paisaje remoto y desolado no sólo nos proporciona imágenes más o menos espectaculares, sino que sirve al autor como metáfora de una lucha de poder a poder entre dos fuerzas elementales: el hombre contra el mal, un mal que, lejos de la civilización, sea en la Antártida, como en la película de Carpenter, sea en el espacio exterior, como en Alien, apenas puede ocultársenos. La metáfora se completa, así, cuando descubrimos que el mal, simbolizado en esos terroríficos bichejos, no se encuentra sino dentro de nosotros mismos.
Los paisajes remotos y desolados, no obstante, van mucho más allá de la belleza visual que nos pueda proporcionar el cine, y de hecho desde ellos resuenan unos ecos literarios de tanta enjundia como El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, o Esperando a los bárbaros, de J.M. Coetzee.
Ulna en su torreta nos lleva a un escenario bastante parecido, el de la isla de Lizl, “una isla de viento y nieve donde casi nunca hacía buen tiempo”. Allí, al borde de un acantilado de espanto se encuentra una base científica reconvertida ahora en pequeña fortaleza, desde la que un regimiento formado casi exclusivamente por mujeres se dedica a combatir a la tribu salvaje de los Thuud. Así, mientras por un lado la fortaleza y la torreta del título penden junto al abismo, por el otro lado encaran un gigantesco trampolín conocido como “las alas de Chilmo”, que utiliza el enemigo para sus “saltos bárbaros”. Si no lográis haceros una idea, pensad simplemente en ese torneo de saltos que todos los días de Año Nuevo nos ayuda a calmar la resaca. Así, pero más bestia. Pues bien, ahí es donde, por decisión personal, fruto de un afán de cobrarse venganza, o, por decirlo de otra manera, de hacer justicia, a ido a parar nuestra heroína Ulna.
No es fácil, a estas alturas del siglo y de los efectos especiales, crear monstruos que cumplan el cometido de todo monstruo que se precie, a saber, dar miedo. Espinas, babas, tentáculos, ojos amarillos y colmillos a tutiplén han dado, posiblemente, todo lo que podían dar de sí. El terror ahora ha de proceder, por supuesto, de algo más cercano a nosotros, más reconocible, más personal. Y así, Ulna en su torreta nos regala unas criaturas nunca antes vistas, y absolutamente espeluznantes en todo su prosaico esplendor. Se trata, ni más ni menos, que de dentaduras. No, no son bichos con dientes feos. Son dentaduras. Monstruosas, repulsivas, escalofriantes y, sobre todo, absolutamente humanas. Y si pensáis que eso a vosotros no os da yuyu, recordad la primera vez que visteis aquello, en un vaso, al lado de la cama de vuestro abuelito.
Este primer volumen de Ulna en su torreta, en definitiva, nos trae una historia interesante y original, un personaje central muy atractivo, escenas de una violencia difícil de digerir, y una escena final de sexo francamente turbadora. Queremos más.