Poco se habla de los libros que no se dejan domesticar. Me refiero a aquellas lecturas en las que uno está obligado a ir sentado junto a la incertidumbre durante todo el trayecto. Cuando la novela que hoy nos ocupa ganó el Women’s Prize en 2014 se dijo de ella que leerla es como conectarse directamente a la cabeza de su protagonista. Y es que Una chica es una cosa a medio hacer es el libro más difícil y revelador de todo lo que llevo leído este año. Su planteamiento, la dureza de lo que narra y la dificultad del lenguaje lo convierten en un monumento a todo lo que puede llegar a ser la literatura. Uno sale dolorido de su proceso de lectura. Pero también transformado. No puedo más que admirar que una editorial como Impedimenta se arriesgue con una obra que no puede clasificarse. Una historia que gracias al talento de su traductor, Rubén Martín Giráldez, hoy puede leerse en castellano. No es este un libro del montón. No sirve para pasar el rato y volver uno a su rutina tras leer un capítulo o dos. Aquí lo que sucede es rompedor. La relación entre el qué y el cómo se cuenta es el fin último de esta historia. Un flujo constante de breve entendimiento y frenetismo sórdido. Lo digo en serio, hace muchísimo tiempo que no leía nada parecido.
La historia de estos dos hermanos es una historia triste desde el comienzo: el tumor cerebral que casi acaba con la vida de él y el miedo al abandono que sufre ella, que será quien nos narre el devenir de estos dos niños en su proceso hacia la vida adulta. Hijos de una madre incapaz de hacer frente a la crianza y con el peso sofocante del cristianismo culpabilizador, se nos narra en segunda persona todas las penurias por las que pasa nuestra protagonista. En una mezcla de monólogo interior y diálogo dirigido a su hermano, será ella quien nos conecte con toda la suciedad existencial a la que se expone esta familia. Tras un despertar sexual grotesco, serán los encuentros con hombres el lugar donde ella busque un tipo de falsa seguridad. Una camino hacia la madurez con los cimientos más débiles de toda la historia de la literatura, en el que nada se mantendrá en pie por mucho tiempo. La narradora nos habla a nosotros, a su hermano y a sí misma en un intento de crear una audiencia que atestigüe la fisicidad de su corazón roto y su espíritu quebrado.
Llegados a este punto parece que Una chica es una cosa a medio hacer no aportase nada nuevo. Pero cuando uno se enfrenta al modo en el que McBride ha decido contar su historia entiende que está ante algo único. El cerebro, la boca y las manos. Estas tres entidades parecen escribir el relato que nos lleva siempre al borde del colapso. Hay mucho que no se entiende debido a lo fragmentado que resulta el texto. Pero es el error de querer entenderlo donde reside la gracia de la novela. Hay que entrar en esta historia por puertas traseras, por ventanas semiabiertas. En todo momento hay que evitar la entrada principal. Renunciar, aunque no del todo, a la lógica. Hay un poesía poderosa cuyo acto de traducción ha debido de ser titánico. Hay una suciedad en las líneas, un tartamudeo provocado por el miedo, que han servido de material para construir una novela que no se deja etiquetar. No sé si he estado a la altura como lector. ¿Cuánto no habré entendido? ¿Cuánto ganaría esta novela con una relectura en la que uno se guiase por esas marcas que hizo en los párrafos para no perderse? Estamos ante una nueva Molly Bloom hablándonos de sus amantes, pero aquí la imaginación disparatada no consigue hacer frente al realismo más enajenante. Lo que aquí hace McBride con su texto es algo poderoso. Lo convierte en un alijo de joyas y alimañas. Hay cosas muertas y cosas que no dejan de sangrar. Y la belleza, cuando se cuela por algún resquicio, convierte al conjunto de sombras en un espectáculo digno de admiración y de elogios.
He sentido tantas cosas en mi intento de aproximarme a estos personajes que me parece ofensivo haberme acercado al texto desde una perspectiva tan poco crítica. Hay pasajes que me han costado porque no entendía nada. Y hay pasajes que me han costado mucho más porque entendía perfectamente qué estaba sucediendo. He apartado la mirada y redoblado mi atención según las exigencias de la autora. He aprendido el lenguaje secreto de estos dos hermanos y he podido escuchar algo entre el ruido de fondo y el silencio más descorazonador. El silencio de una madre que no quiere abrir la puerta para que sus hijos crucen el umbral. No quiero cerrar esta reseña sin decir que no es esta una novela fácil. No hay muchas concesiones hacia el lector. En pocos lugares puede uno agarrarse para seguir avanzando. Sin embargo, no entender es parte del proceso. En la vida, en este libro o en cualquier otro lugar donde se aspire a un mínimo de verosimilitud.
Como reseña es impecable. Consigue lo que cualquier pieza de este tipo pretende: que haya quien decida meterse de cabeza en el libro y se dé prisa en ello.