Almazuela es palabra tan desconocida del castellano que ni siquiera está en el diccionario. Al parecer viene del árabe almozala, cubrecama, y designa lo que en voz inglesa se llama patchwork. Un bonito arte nacido del aprovechamiento de los restos, de cuando nuestros antepasados eran rabiosamente ecológicos sin proponérselo, y que consiste en coser unos a otros recortes de telas, manteles, paños, hasta crear algo completamente nuevo con todos ellos. El resultado suelen ser unas colchas coloridas a más no poder, saturadas de combinaciones imposibles entre tejidos contiguos pero a la vez independientes.
Parte colección de crónicas periodísticas, parte diario de viaje, Viaje a los confines del mundo comienza con un fragmento sobre Liberia que se titula, de manera premonitoria, “Guerra civil en el infierno”. Guerra civil encontramos mucha en estas páginas. No solo en el interior de los países, sino en el interior del propio relato, porque hay mucho de Denis contra Johnson aquí, de alguien que escribe para ajustar cuentas consigo mismo, como cuando relata sus viajes al límite a Alaska con su mujer o cuando se enfrenta a su pasado alcohólico en su regreso al “bar más bajo de Montana”; infierno también tenemos porque regresa a África una, dos veces (Somalia, otra vez Liberia) y a la guerra de nuevo (Afganistán) a pesar de que en todas ellas da la impresión de odiar y temer el sitio en el que se está metiendo.
No creo que él tuviera el patchwork en la cabeza cuando publicó por primera vez este libro (en el original, por cierto, Seek, Reports from the Edges of America and Beyond), pero a mí me ha quedado esa impresión después de leerlo. Su escritura permanece iluminada, sublime, en muchos momentos, con picos de gran agudeza, capaz de ser descarnado y gamberro como Hunter S. Thompson, quirúrgico como Ryszard Kapuscinski, satírico al nivel de Terry Southern. En especial sus crónicas de guerra equilibran a la perfección periodismo y autoficción, seriedad y valentía cómica. Pero decae. Uno se encuentra acariciando un parche de seda un momento y al instante siguiente un trozo aprovechado de un trapo de cocina. Es la gran crítica que se le puede hacer, como conjunto, aunque hay que decir al mismo tiempo que abundan más las telas nobles que los retales. El otro grano en la superficie de este Viaje a los confines del mundo, para mi gusto, se encuentra en la falta de información sobre el origen de cada texto, al menos en la edición en castellano. No sabemos en qué año fueron publicados por primera vez, a cuento de qué, ignoramos en qué medio en concreto. Se los encargaron, imagino, y sabemos por la cuarta de cubierta que los responsables fueron Esquire, The New Yorker y otros. Adivinamos fechas, intuimos los contextos y sobre todo sospechamos con la lectura que es el pan de Denis Johnson el que nos estamos llevando a la boca cuando leemos que le apuntan con un kalashnikov o cuando está al borde de la congelación, que son sus lentejas las que nos salpican cuando vomita. Le pagan por hacer esto y lo necesita. Así que lo que demuestra Viaje a los confines del mundo es algo que cualquiera con dos dedos de frente debería saber a estas alturas: el que es un genio en lo suyo lo es todos los días. Johnson lo era y por eso no conviene perderse demasiado en lamentos, alabar que por fin haya llegado a nosotros en una buena traducción y simplemente desbrozar las páginas y completar la información que nos falta hasta encontrar las inagotables pepitas de oro que contienen.
Una de mis abuelas me regaló una colcha de almazuela pocos años antes de morir. Se había dedicado toda la vida a coser y a tejer y con los retales imposibles de aquellos jerséis de invierno y rebecas de punto me confeccionó la pieza (igual que al resto de nietos). Tiene una horrorosa combinación de colores, que hace que vaya a ganar jamás ningún concurso de belleza y, al igual que este libro, algunos trozos de tela pasada que rascan al tacto.
Pero oigan, cómo abriga.