El alfabeto del crimen, esa extraordinaria serie de literatura policiaca que comenzó en su día como una pequeña y metafórica venganza contra un exmarido, está tocando a su fin; con esta entrega, X de rayos X, sólo quedan dos capítulos para que terminen las andanzas de la detective Kinsey Millhone. Con ella se cerrará, además, todo un universo, que ha llegado a ser familiar y querido para todos los incondicionales de Sue Grafton -que, sospecho, son, en lengua española, muchos menos de los que la calidad de esta colección la hacen merecedora-: el de Santa Teresa, esa ciudad californiana cuyo clima, urbanismo, modo de vida y oferta de ocio y restauración ya conocemos al dedillo y donde se mueven como pez en el agua no sólo la propia intrépida detective, sino también su casero, el octogenario cañón Henry Pitts; sus amigos William y Rosie, al frente de su indescriptible restaurante; sus ligues intermitentes, los policías Con Dolan y Cheney Phillips; sus extrañas relaciones con sus recién descubiertos parientes… Además, como bien saben los fieles lectores que han seguido a Kinsey hasta la X, ¡qué sería de estas novelas sin las descripciones pormenorizadas de los suculentos y caloríficos bocadillos con mucha mahonesa que se mete ella entre pecho y espalda! Literatura gastronómica de este calibre sólo la he visto en las páginas de Los Cinco, donde Enid Blyton nos regalaba la imaginación contándonos con todo detalle cada uno de los desayunos y picnics de los chavales.
Todo eso cuenta, y cuenta mucho, a la hora de valorar con honestidad las nuevas entregas del alfabeto del crimen. Porque hace ya tiempo que la serie perdió la frescura inicial, la capacidad de sorprendernos, la adherencia fiel al misterio y a las normas que dictan su buen cultivo por parte del escritor. Hace ya varias entregas que las aventuras de Millhone son más sofisticadas, más complejas, con más florituras narrativas -distintos puntos de vista, proliferación de subtramas que pueden sumar al conjunto… o restar-, y que la pluma magistral de Grafton para la descripción se ha visto recargada, de tal forma que lo que era maestría ha devenido en manierismo no siempre bien medido (a un hipotético nuevo lector que comience por la X de rayos X le puede sorprender y fatigar la prolijidad de descripciones de acciones cotidianas e intrascendentes, en cuya narración Grafton se explaya más de lo que sería deseable: Kinsey poniendo la lavadora, Kinsey preparando una ensalada, Kinsey usando el baño, Kinsey yendo a correr, Kinsey esperando), y, sin embargo, a quienes hemos seguido y apreciado a Kinsey y a Sue Grafton desde hace años, esas descripciones tan prolijas nos hacen sentir en terreno conocido, nos envuelven con la calidez de una vieja bata, nos devuelven ecos de lo que un día no tan lejano fue pura y simple brillantez y originalidad. Todo esto debemos admitirlo. En X de rayos X, Kinsey se ve envuelta en hasta tres tramas de mayor o menor calado criminal. Dos de ellas tienen un carácter más o menos amable, y la tercera vira hacia el negro más oscuro, sumergiéndose sin bombona de oxígeno en los recovecos más siniestros de la violencia, la amenaza y el crimen.
Todo lo que deslumbra de Grafton y todo lo que nos enamora de Kinsey está, sí, también en este libro; sólo que no en la misma medida que en los inicios. Pero está en medida suficiente para que los seguidores de ambas nos veamos satisfechos durante la lectura y al final de ésta. Están los personajes con realismo, con vida propia, por los cuales Grafton se interesa con sinceridad, sean personajes vitales para la trama, sean secundarios o terciarios que sólo comparecen en un par de páginas. Cada uno de ellos deja un poso tras de sí, cada uno tiene algo que ofrecer: una peculiaridad física o psicológica, el aroma de las modas de décadas pasadas y que ahora nos hacen sonrojar, el reflejo de algo o alguien que hemos conocido en otras vidas o en otras lecturas. Están las tramas en las que, con mayor o menor fortuna, siempre sucede algo; están los tiempos muertos -que, sí, también existen en los libros y películas de acción y en las vidas de todo el mundo, sean personas anónimas, detectives privados o multimillonarios- capaces de reconciliarnos con nuestra propia vida; están los guiños de humor; están las reflexiones de Grafton/Millhone, que abarcan de lo humano a lo divino y de vuelta a lo humano; está la humanidad de Millhone/Grafton, desplegada sobre todo y todos, con una mirada a caballo entre lo irónico y lo compasivo. Está la normalidad abrumadora y reconfortante con que se nos narra casi cualquier cosa, ya sea un almuerzo informal, ya la persecución de un peligroso asesino.
Los libros de Kinsey Millhone son vintage. Y lo son no sólo porque discurran en los años 80 y nos hagan sonreír cada vez que tenemos que recordarnos a nosotros mismos que es normal que Kinsey tenga que buscar información en la biblioteca o preguntar a tres personas en lugar de googlear sencillamente el nombre del sujeto de interés, o que la veamos correr en busca de una cabina telefónica. No sólo porque sea una colección que está a punto de acabar. Sino, sobre todo, porque, más que libros, son ecos de un tiempo que terminó. Un tiempo en el que las novelas policiacas tenían ese toque doméstico, cercano, casi diríamos que amablemente banal, que nos permitían sentirlas no sólo como sano escapismo, sino como algo que nos concernía a cada uno de nosotros, algo cognoscible, algo que no nos era ajeno. Un tiempo en que esas novelas eran como historias contadas de persona a persona, sin brutalidad, sin descripciones cruentas y repugnantes, sin escenas de sexo explícito, sin figuras policiales tan lejanas en sus métodos como en sus caracteres depresivos y deprimentes. Los libros de Kinsey Millhone son o van camino de ser reliquias de un tiempo literario que muchos amamos y al que siempre seremos fieles.